Nuestros mayores siempre consideraron que el Día de Todos los Santos era un día hermoso para la memoria, para las nuevas vidas, para el recuerdo; para arrancar el amor de los jazmines y de los alhelíes y llevarlos al lugar del reposo de nuestros ausentes. Así me lo hizo saber mi propia madre cuando hace años le anuncié, tal día como hoy, el nacimiento de su nieta Pepa: «Un hermoso día para nacer». No se equivocaba.

En días como los que vivimos plenos de ´vivos´ de inequívoca delincuencia, resulta conmovedor que nos ocupemos de los jardines de la nostalgia; que acudamos a rescatar la felicidad que nos transmitieron aquellos que nos hicieron dichosos durante toda su vida. Siguen presentes, como todos sabemos, cuando oímos a los Auroros desde las primeras horas del día, cantar sus oraciones estremecidas de permanente presencia, o cuando nos endulzamos con los productos costumbristas que a lo largo del tiempo han representado una tradición inmutable. Es la alegría sorda de despertar a la noche eterna.

Con unas flores, rosas o claveles, poco importa, rememoramos nuestro viejo amor nunca perdido; si acaso sufrido en el alma de cada uno de nosotros. Es bueno pensar, siquiera sea por unas horas, en la muerte que acecha con ese celo invisible pero implacable. Sin duda, si la reflexión fuera fructífera, influiría en conductas y en afectos que no nos sobran nunca. En cada detalle cotidiano, en la búsqueda y entrega de una caricia que resulta, siempre, un mundo en la arcadia necesaria. Porque cada recuerdo, que lo sea de veras, parte de una emoción con claridad que da significado a un acto imborrable de nuestra alma.

Luces que iluminan vigilias, últimas cenizas que jamás se soplaron en nuestro permanente ánimo de reivindicación de presencias necesarias. Le llaman olvido cuando morimos de verdad, de la eterna manera que el destino nos guarda. Pero todos gozamos (es posible) de una permanencia asegurada en las obras y acontecimientos que dejamos atrás; sin mirada y sin resentimiento con el destino. Así debe ser, asistidos por la templanza, seguros de nosotros mismos y de lo entregado en vida. Hay que iluminar todas las noches.

El paisaje de hoy, como el de mañana, es un camino en sí mismo; todos estamos destinados a un silencio de descanso; perfumado y largo; infinito, tal y como nos lo proponen desde que nacimos. Con más o menos fe en acontecimientos por venir en el tránsito final del universo. Alegra asistir a la convocatoria del amor por los nuestros de ayer, para volver, mejores, a abrazar a los nuestros de hoy. Esa es la clave y el último objetivo de la fraternidad buscada.