Todos los veranos no son iguales. O todos los veranos son iguales. Ambas afirmaciones podrían emplearse si nos fijáramos un poco y pensáramos otro poco. Según qué cosas, según por qué casos, según para qué seres, suceden acontecimientos, ocurren sucedidos, casi siempre únicos e irrepetibles, aunque no nos demos cuenta por su normalidad. Verano tras verano.

En mi porche, como cada verano, las golondrinas protagonizaron sus quehaceres bajo una de sus vigas más apartadas. Como cada primavera, llegó una de las hembras nacidas el verano anterior bajo la misma viga, y antes de elegir el lugar se afanó en elegir la pareja. Un macho con el que aparearse y con el que decidir en qué viga del lugar, o en qué extremo de la misma, situar su perpetuo ciclo, su eterno milagro de la vida. Tras señalar varios puntos e iniciar un enconado pulso con la señora de la casa, al final gana la golondrina hembra (es una lucha entre hembras de distinta especie) y con la brocha de su pico inicia el diseño del nido que lleva grabado en lo más profundo de su memoria genésica y genética. Y con un mínimo de trescientas idas y vueltas cada uno, ella y su pareja disponen de su hogar para el verano. Para ella será su segunda nidada, la primera como cría, la segunda como madre, y para ambos será la del último verano aquí, en mi porche. Quizá también la de su último verano.

Ella puso seis huevos blancos con tenues motas negras, minúsculas, y los dos, por turno riguroso, las incubaron. Entre maldiciones, pero sin llegar a mayores maldades, hubo que apartar alguna silla, reservar un espacio libre, y proteger su piso con algunas hojas de este mismo periódico. Las crías eclosionaron, nacieron al exterior, abrieron su pico y fueron alimentadas en mil viajes de a bocado por progenitor y viaje. Y abrieron su culo sacándolo del nido, y fueron excrementando en caída libre de las alturas al suelo. Al principio era carne rosada y desnuda, mientras sus deposiciones hacían blanco, bien en un centenar de inmigrantes naufragados en el Mar de Alborán, en una matanza de los del Isis en Siria, en una ocurrencia de Rajoy, o sobre el último eructo de Trump€ Mientras las pequeñas golondrinas iban creciendo, el mundo iba andando, y las cosas y los casos iban pasando, y en ellas y en ellos se iban cagando.

Como algo ajeno, a la vez que próximo. Y en tanto los polluelos echaban su pluma, suave y esponjosa, y se asomaban, graciosos, al balcón de barro seco trabado con briznas de hierba en un perfecto adobe, a mirarnos desde sus alturas y a llamar a sus padres cuando tenían hambre, a saludar con sus gorjeos al amanecer y al atardecer de los días, y a seguir bombardeando desde sus pequeñas e incontinentes tripas el mundo en su pasar. Se cagaban en todo, indiscriminadamente, en un Maduro queriendo eternizar el chavismo, en los coqueteos de Pedro Sánchez con Podemos, en los integristas puigdemonitas, o en el último partido del siglo Barcelona-Real Madrid.

Después, gradualmente, la nueva generación de pollos va dejando de marcar las noticias y sucedidos con sus acertadas cagadas, desproporcionadas a sus cuerpos, por cierto, y es porque ya practicaban la salida del nido a la viga vecina, o al árbol más cercano, el vuelo corto que cada vez se iba alargando un poco más, bajo la atenta vigilancia de los padres y su animosa invitación al riesgo, girando alrededor de ellos. Ya solo algún esporádico excremento sobre algún hecho a tener en cuenta señalaba el fin próximo de la estadía en el nido. Que si aumentan los okupas de casas vacías, que si el Mar Menor está sin estar en sí, que si los agricultores se ciscan en la ministra Tejerina por sus retorcidos falseamientos y sus agravios comparativos€

Como dije al principio, todos los veranos son iguales a la vez que distintos. Tan idénticos y diferentes a la vez, que nada cambia aun siendo todo nuevo. Para los miradores, las noticias de un verano son ajenas a los de otros, pero las golondrinas siempre vienen cada verano a hacer su nido en el mismo sitio, a nacer a sus polluelos en el mismo lugar que nacieron ellos, y a soltar el lastre de su estómago en el mismo suelo, sin importarle lo que se anuncia en el papel que cagan€ Como siempre. Sin embargo, para esas golondrinas que vienen a hacer su nido y a nacer su nidada, todo es principio, porque es su primera vez, tanto para los que crían como para los criados, que descubren un mundo nuevo y viejo a la vez. Un mundo del que pasan y en el que se cagan a poco que se lo pongas bajo sus culos. Mirando a las golondrinas no sé qué realidad es real, si la suya o la nuestra. Quizá las dos. Y, sin embargo, el mundo seguirá siendo mientras sigan las golondrinas.

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