Todos dicen que el valor de amistad está en que se trata de un vínculo por afinidades electivas más que por la sangre, pero ese tópico tan popular trivializa la profundidad de esa relación. Aunque en una mesa de bar es muy fácil hablar del amor, del matrimonio y de otros afectos, la amistad es un tema poco explorado en lo cotidiano. Simplemente se da por hecho la importancia de tener amigos, y basta pensar en una persona sin amigos para verla, además de sola y quizás excéntrica, también descuidada, huraña, alejada del mundo y de sí misma.

Como tema filosófico o, más bien, moral, la amistad ha sido cantada desde los albores de la cultura occidental hasta nuestros tiempos. Platón fue el primero en abordar el tema (en Lisis y en el Banquete), tratando cuestiones como la utilidad y el amor, para luego ser rebatido por Aristóteles (Ética a Nicómaco), quien introdujo la reciprocidad como característica fundamental. Más adelante, Cicerón (De la amistad) habló del amigo como un segundo yo, con el que uno se siente a gusto, lo mejor que existe en la experiencia humana. Muchos siglos después, Montaigne, en su ensayo precioso De la amistad, habló de un goce espiritual cuya práctica educa el alma, y, muy concretamente, se refería a su propia amistad con el poeta La Boétie.

Sin embargo, en tantos siglos de comentario sobre esa sublime relación, no vemos ejemplos de amistad entre mujeres y, no solo eso, sino que Montaigne, por ejemplo, dijo en el mismo ensayo que las mujeres eran incapaces de ese tipo de sentimiento, tanto por su parca inteligencia como por su alma incapaz de sostener lazos tan fuertes. Sin duda, si los griegos lo hubiesen leído desde sus tumbas estarían de acuerdo, ya que el status de las mujeres en la Grecia clásica se acercaba más al del esclavo y, cuando hablaban de amistad y de amor, como sabemos, se referían siempre a una relación homoafectiva entre un varón mayor y otro más joven.

También se entiende que la vida doméstica y restringida, a la que las mujeres estaban atadas desde sus hogares, jamás ha tenido valor alguno frente a los vibrantes quehaceres de los hombres en la esfera social y política. El menosprecio por su día a día atañe tanto a sus emociones (consideradas ñoñas), a su trabajo en la casa (invisible y esclavo, palabras de Hannah Arendt) y, ¿cómo no? a sus amistades (chácharas de vecinas).

Como si no bastase, nos ha llegado a las propias mujeres (como suele pasar con otras ideas sembradas por doquier como características naturales nuestras, como la dulzura, la fragilidad y la preferencia por el color rosa), que la amistad con un hombre es más valiosa porque somos envidiosas y tenemos verdadera hostilidad unas hacia otras (como dijo Schopenhauer en su ´cómico´ ensayo titulado Las mujeres), como si fuésemos las mujeres las que estuviésemos haciendo guerra en el mundo desde siempre, diezmando pueblos y causando hambrunas, por nuestra crueldad innata.

Los ejemplos de esa verdadera maldad entre nosotras han encontrado explicaciones diversas, desde la lucha por los escasos ´recursos´ masculinos hasta la rivalidad en el ambiente de trabajo que, así, pone a la mujer del lado del hombre/poder. No obstante, más allá de hechos aislados, es difícil probar que esas divergencias entre mujeres no ocurren también entre hombres y que todas esas explicaciones no pasan de ser un sesgo de confirmación, en el cual se parte de una hipótesis sesgada y las pruebas recogidas no hacen más que comprobar ese sesgo (inconsciente, a menudo).

El peligro de todo ese legado que las mujeres hemos leído, estudiado y a veces irreflexivamente reproducido a lo largo de tantos años, no solo sobre la debilidad, la inferioridad de nuestros afectos y la animosidad hacia nosotras mismas, es que aparta la atención de una narrativa mucho más común y extendida entre mujeres: la comprensión, la empatía y la compasión por una situación compartida, basada a menudo en el dolor, en la violencia y en el silencio.

Ese silencio, que caracteriza la historia de la amistad entre mujeres hasta muy entrado el siglo XX, es propio de todo lo que toca o nace de la mano femenina. Es propio también de la complicidad entre amigas que con una mirada son capaces de sonreír o llorar con la otra; es todo lo que no hace falta decir incluso si las experiencias no han sido compartidas, porque todas conocemos, en el fondo, el dolor de las demás. Es, asimismo, la base de la sororidad, que empuja a las mujeres a entablar relaciones positivas y solidarias en la lucha por su merecido lugar al lado del hombre en la sociedad.

Si los filósofos han hablado de la amistad como un reconocimiento en el otro, las mujeres, desde nuestras subjetividades y circunstancias, compartimos la necesidad de unirnos porque tenemos un pasado en común, pero, principalmente, porque queremos un futuro diferente.

En una época en la que la palabra ´amistad´ está banalizada (porque si todos son amigos, nadie lo es), nos gustaría invitaros a una copa de vino al lado de una buena amiga, de aquellas con las que te ríes y lloras, necesariamente las dos cosas, invitaros a que brindéis por la amistad entre mujeres porque si el pasado la ha ensombrecido, el presente la ha rescatado con toda su fuerza.