Si un señor como Carles Puigdemont encabeza un movimiento para lograr un país independiente, gracias a una mayoría parlamentaria (obtenida, por cierto, con una ley electoral española muy poco equitativa), sin mayoría de votos populares, ni consulta legal o pactada, ni apoyo de una o varias potencias mayores, confiado como ciertos divorciados en que la ruptura de la conyugalidad les traerá nuevos y prometedores lances, a alguien así, digo, le cuadrará, me parece, el adjetivo de aventurero. La aventura por cuenta propia es admirable, pero como riesgo ajeno es un abuso. La política catalana del último lustro muestra un curioso sonambulismo ajeno a toda cautela, con la cabeza en los sueños y los pies, insensibles a las frías baldosas.

Y pensar que no hace mucho Cataluña funcionaba de modo admirable con su régimen estatutario que le permitía ser un Estado no declarado y, con esa fórmula tan postmoderna, iba más que tirando. Cualquiera podía ser muy catalán o muy español o arreglarse su propia ensalada al gusto. Su gente, comprometida en toda alternativa de progreso para España, más la inteligente inhibición de sindicatos, votantes de izquierda y deslocalizados en general en los empeños más roqueros (de roca) del ser nacional de Cataluña. Con este cuadro, mejorar la financiación u otros asuntos no parecía inalcanzable dentro del juego político español. Con un poco de paciencia, claro.

Más allá del Manzanares, o sea al otro lado del espejo, había otros sonámbulos simétricos que citaban preceptos constitucionales como si los hubieran inventado ellos, que veía la Constitución más como un repertorio disciplinario que como un código germinativo, que ha querido responder a la crisis política con advertencias y amenazas, azuzado, ese poder, por una prensa delirante, alineada, bronquista y monocolor, donde los moderadores de las tertulias más que conocer las diversas opiniones, tratan de reeducar al osado que se atreva a desafiar el discurso-matraca. O sea que es la hora de que, nosotros los pingüinos, digamos la nuestra.