En 2009, cuando tenía 14 años, presencié mi primer escrache a un político. Por entonces esa palabra no estaba popularizada pero, pese a la nula capacidad analítico-reflexiva que tenía por entonces, ya me pareció un acto cruel y mezquino. Concretamente, los vecinos de Javalí Viejo, liderados por el pedáneo socialista Francisco Navarro, se plantaron delante de la vivienda del entonces concejal de Sanidad del Ayuntamiento de Murcia, Fulgencio Cervantes, para exigirle un consultorio médico. Eran 30 vecinos con un megáfono que mantuvieron activo dos horas un sábado por la mañana, se pueden imaginar la fiesta urbana que montaron. Hoy, con un problema urbano y social más grave entre manos, esta técnica de presión se toma como medida ante la necesidad de generar una continua actividad de protesta y un deseo fervoroso de innovación. El hecho de no degenerar esa protesta ubicándola en un bucle de la misma acción día sí y día también es un acierto de los vecinos de Murcia que cada noche gastan aliento en las calles y el paso a nivel. No se ve uno nunca en la piel de defender a un político, pero bien es cierto que cuando un potencial gobernante decide acceder a un cargo público, firma un pacto con la sociedad donde a partir de ese momento pasa a ser un personaje público, y con ello objetivo de críticas y calificativos de toda índole. Sin embargo, en ese pacto abstracto el gobernante sigue teniendo derecho a poseer una parcela de intimidad donde reside su vida privada y la de su familia, y no tiene cabida romper el límite entre lo privado y lo público por muy jodida que esté la cosa. Si algo está soterrado hoy en día, es el nivel de gran parte de la clase política de este país. Hay que procurar ser más listos, no ponerse a su altura, seguir siendo originales con la protesta en otra parte. Ya tendrán bastante en su casa como para que vayan a recordárselo.