Imagina, lector, que desde estas páginas, Catilina redivivo clamara por una patria perdida del Rey Lobo, tan efímera por lo demás como lo fuera la Cartago Nova de los Barca. Haría un excursus sobre la lengua panocha y el seseo característico de Orihuela y de la misma Cartagena, previo a la fundación de la Academia de la Lengua Panocha. Si consiguiera aunar las pequeñas trifulcas provincianas sobre la sede del obispado, justificaría la idiosincrasia común que tiene en San Patricio la evidencia de que somos un pueblo unido bajo un mismo Dios. Exaltaría el origen de una nación en aquella Cora de Teodomiro de indefinidos límites entre Orihuela, Mula, Lorca, Alicante, Begastri, Elche y tal vez la misma Elda. Presentaría los agravios del sueño patrio remontándose al mismísimo Escipión, que traicioneramente asaltase Cartago Nova atravesando el Almarjal, o quizá al vil tratado entre Alfonso X y su suegro Jaime I, que partió una misma tierra entre las dos coronas cristianas. La igualdad electoral entre izquierdas y derechas haría indispensable la bisagra de este partido nacionalista cartago tudmirense. Las contrapartidas necesarias serían el AVE directo a Madrid y Barcelona, líneas férreas electrificadas, estaciones soterradas, aeropuerto exclusivo, parque temático y universidad en Lorca. Se iría afianzando un hecho diferencial que no sería más que el signo identitario que probaría la existencia de un destino colectivo desde mucho antes del comienzo de la Historia. Ahí tenemos La Bastida en Totana, prueba de lo avanzado de nuestra civilización en la edad del Bronce, o la sima de Las Palomas, que demuestra la existencia de un homo murcianensis, infinitamente más antiguo que Wilfredo el Velloso.

Imagina, lector, que en un arrebato político por un quítame allá esas pajas, hiciéramos un cahier de doléances (cuaderno de quejas) en el que se exigiría un pacto fiscal al modo del cupo vasco, una caja murciana de la Seguridad Social para gestionar la asistencia a los inmigrantes que esquilman nuestras mermadas arcas en un quebranto sempiterno (sin mencionar los déficits presupuestarios de los gobiernos de Valcárcel en época de vacas gordas) o simplemente el reconocimiento de mayores cuotas de autogobierno. Es probable que alguno de nuestros acólitos propugnara elevar el estatuto de autonomía al rango de Constitución, lo que exigiría un pronunciamiento del soberano pueblo de este reino. Pues tal ha sido el Reino de la Urdienca por los siglos de los siglos, si bien fue una monarquía electiva que tuvo sus reyes pedáneos en Fulgencio II el Pencho, Francisco III el Facorro o Grabiel I el Merlas. La capital estaría repartida entre la administrativa en Murcia, la legislativa y militar en Cartagena, la eclesiástica en Orihuela y la judicial en la Cochinchina. Tendríamos puestos fronterizos en el castillo de Vélez Blanco, el de Villena y el de Almansa. Contaríamos con la industriosa y acaramelada Hellín, Lorca del Sol y la Pasión, las vitinícolas Jumilla y Yecla, sin olvidar a Bullas. Y seguiríamos teniendo la ciudad santa de Caravaca que trasladaría nuestras reivindicaciones allende las fronteras humanas con todas las bendiciones apostólicas.

¡Ah! Pero en esta Arcadia feliz querría meter sus zarpas el Estado, que se negaría a reconocer el derecho del pueblo soberano a decidir su autogobierno. El Constitucinal proclamaría su supremacía sobre el Consejo de Hombres Güenos de la Juntaera de Hacendaos, el Gobierno aplicaría raudo, veloz y sin soterrar el artículo 155 de la Constitución, y la Justicia procesaría a los rabudos de la independencia y pondría sus huesos a recaudo en Sangonera o en Campos del Río.

Catilina activaría su último recurso como líder: la tabla rasa. La condonación de las deudas sería el argumento definitivo para conseguir el favor de las masas depauperadas y acosadas por las deudas. Ello provocaría sin duda el espanto de los empresarios y el estupor de los autónomos. ¡Qué insignificancia al lado del orgullo de ser una nación!, envidiada a un tiempo por la ONU, la UE y la OPEP, para ser sede de sus instituciones. La independencia del Reino de la Urdienca sería buena respuesta a tanta desconsideración del Gobierno de Madrid.

A falta de un retrato fidedigno de Catilina, sólo tenemos la imagen de conspirador que nos dan Cicerón en las Catilinarias y Salustio en La conjuración de Catilina. No sé caracterizó el entonces cónsul por sus habilidades militares, mas todo el poder del Estado estaba de su parte y la derrota de Catilina fue de tal magnitud que ni siquiera la Historia ha sido clemente con él. No sabemos si peinaba flequillo a un lado como Arturo Mas o raya en medio como Cerromonte.

Tal vez no fuera necesaria tanta alharaca. Simplemente una voz potente que sacara a Murcia del secular ostracismo que nos relega incluso en las noticias del tiempo. No se asemeja Alberto Garre a la idea que yo tengo de Catilina. Lo cierto es que éste pasó a la Historia con la imagen que sus enemigos quisieron dar de él. La de Garre va ganando muchos amigos, a pesar de sus enemigos. Y no tiene pinta de ser la Plataforma Cívica un partido revolucionario, empero, no es necesario montar como en Cataluña la de Dios es Cristo. Eso sí, conviene saber que una democracia sólo se construye con hombres libres y que la ignorancia nos hace esclavos de la ineptitud y la estulticia.