Debo ser algo superficial, pero reconozco que el momento en el que más orgulloso me he sentido de ser español coincidió con la época gloriosa de la Selección Española de fútbol, principalmente con el Mundial de Sudáfrica, pues hubiera apostado antes por que los tercios reconquistaran Flandes que por ver a un futbolista nacional alzando al cielo esa copa dorada. La final del Campeonato del Mundo la viví con angustia y apenas recuerdo del partido más que el gol de Andrés Iniesta en la prórroga. Y casi ni eso. Pero no se me va de la cabeza la semifinal, un partido contra los alemanes, en el que la Selección estaba jugando como los ángeles, pero sin puntería de cara al gol. «El fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania», pensaba en esos momentos, dando por hecho que, al final, los germanos nos la terminarían haciendo. Pero entonces hubo un saque de esquina y un tipo melenudo se elevaba sobre todos y, como un coloso, remataba con la testa el balón para clavarlo en la red. Y tras el encuentro, con un par, saludo casi en cueros a la reina Sofía. Ese tipo se llamaba Carles Puyol (no confundir con Pujol) y para mí ha sido, por su comportamiento fuera y dentro de la cancha, uno de los catalanes más respetables que he visto. «Visca Espanya», titulaba un periódico editado en Madrid el día siguiente. Pero si hace siete años un Carles consiguió que todos los españoles nos abrazáramos, hoy otro Carles (el Puigdemont este), que no le llega a su tocayo ni a la suela de la bota y que nos está hundiendo cada día más en una crisis de convivencia que, acabe como acabe, dejará unas heridas muy profundas y difíciles de sanar. ¡Cuánto peligro encierran los mediocres!