En el Palacio Municipal del Almudí, en Murcia, se puede ver una gran exposición; un acierto, sin duda, de la correspondiente concejalía de Cultura cediendo los mejores espacios de la ciudad de Murcia a parte de la colección artística de Telefónica. Tal y como puede que indique el diccionario se trata de un «recreo o deleite que fortalece y da vigor al espíritu». La colección expuesta no responde a ningún criterio argumental que haga de argamasa didáctica para unir la obra que se enseña. Tampoco es necesario que así fuera; es verdad que en el coleccionismo es bueno que se sigan unos criterios que formen un conjunto, pero tan faltos estamos en la periferia geográfica de obras excelsas, que bienvenidas sean estas de calidad individual indiscutible.

La muestra, de pintura y escultura, con apartados dedicados a la obra gráfica, se detiene en cantidad en la obra de Chillida; sus esculturas invaden con gozoso peso el patio de columnas. Ocurre lo mismo con lo expuesto de Tàpies, un artista representado por algunas piezas de mucha importancia no solo por el gran formato; también por pertenecer a periodos de una gran vitalidad del maestro del expresionismo abstracto. Ya sería suficiente lo de estos dos autores para conceder trascendencia a la oportunidad, pero hay mucho más, evidentemente. Los dos cuadros de Pablo Picasso y una obra menor, no hacen otra cosa que demostrar la raza y la magia de un genio que, aún siendo el más 'viejo' es el más joven de los representados. Le rondan y comparten espacio De la Serna y Juan Gris, los cubistas de quien el malagueño extrajo de forma inteligente claros conceptos que habría de multiplicar con su propio talento. También están los cuadros de un casi desconocido en Murcia Luis Fernández, asturiano, obra que el propio Picasso avaló en su momento.

Sé descubrir en ella los aciertos mediadores de los dueños de aquella mítica Galería Yerba, Pepe López Albaladejo y Nieves Fernández, que con posterioridad aconsejaron a los hermanos Solana, Javier y Luis (en Telefónica), con excelente criterio, parte de estas inversiones.

Me gusta el Vázquez Díaz, con verdes que me retrotraen a Cezànne y la pincelada inevitable, del que un día conté aquí mismo su predicción e intuición del futuro cubista de la pintura universal. Frente a la obra de don Daniel, la de Godofredo Ortega Muñoz, ese paisajista extremeño de sorprendente esqueleto lírico; joya y misterio; éxito y convulsión, de las Bienales internacionales de Arte de los años 50, en el mundo.

La exposición se desarrolla, también, en la sala de la primera planta. Y resulta inevitable constatar de qué manera la pintura española de los años 80 no puede mantener el impacto del arte español precedente ni su trascendencia. Se echa de menos, para los estudiosos, un catálogo de lo expuesto. El viaje siguiente tiene parada en el MUBAM, a la sombra de la luz de Sorolla. Magnífico 'otoño en la ciudad', inusual vértigo para el solaz del interesado en el arte del siglo XX.