En francés, un alemán y un belga se tiran desde lo alto de un principio. ¿Quién llega el último al suelo?: el belga, porque se pierde por el camino». Chistes como este y otros tantos cuentan los centroeuropeos a propósito de los belgas, un objeto de la chanza popular que a todos los efectos juegan el mismo, e injusto, papel que los habitantes de Lepe en el humor popular de los españoles.

El caso es que, cuando hablemos de Bélgica, deberíamos especificar en realidad a qué Bélgica nos referimos, si a la flamenca o a la valona; esto es, a la que habla un dialecto del holandés llamado flamenco o la que se expresa en francés. Porque ambas son, junto con un cachito que hablan alemán, las comunidades lingüísticas que conforman la nación belga, reinventada en el Tratado de Viena para servir como colchón neutral entre las siempre enfrentadas Alemania y Francia. Hace algún tiempo que ambas viven enfrentadas entre sí, hasta el punto de que solo el consenso europeo e internacional para no abrir el melón de la creación de nuevas naciones, la mantiene unida.

Los flamencos, holandeses al fin y al cabo, son lo más parecido a nuestros independentistas catalanes y vascos que podemos encontrar en Europa. También se sienten superiores, en este caso en relación con sus compatriotas francófonos. Se olvidan de la época en que la parte más rica del país era la valona, y ellos vivían de las ayudas y subvenciones. Como en el caso de Cataluña y País Vasco, sea por su espíritu emprendedor (que es lo que ellos creen) o más bien porque a base de protestar han ido ganando ventajas y privilegios (que es lo que creen sus críticos) el caso es que ahora los flamencos son más ricos y también piensan que el resto de Bélgica (los valones para ser más exactos) son unos vagos redomados que se apropian indebidamente del fruto de su esfuerzo y de sus riquezas tan justamente ganadas. Que les roban, vamos.

Basta echar un vistazo a los monumentos erigidos en los lugares de encuentro masivo de los nacionalistas flamencos para comprender el sesgo francamente nazi de su simbología. Al fin y al cabo, nazismo y nacionalismo son palabras con una misma raíz semántica y apenas matices de un mismo tronco ideológico. Para mayor similitud con nuestros movimiento independentistas, los flamencos llevan intentando desde 2003 que se introduzca una provisión en la constitución belga que les permitiría votar libremente su secesión. De momento no han decidido hacer caso omiso de la legalidad, sino cambiarla a base de buscar compromisos y mayorías dentro del marco constitucional.

Por esto se entiende hasta cierto punto que haya sido Charles Michel, el primer ministro belga, que gobierna gracias al apoyo del partido independentista flamenco, el NV, el único presidente europeo que criticó abiertamente la actuación de la Policía española en el referéndum catalán del 1 de Octubre y que se haya mostrado partidario una mediación internacional entre el Estado español y Cataluña, incluso al margen de la Constitución española y reconociéndole a esta Comunidad la capacidad soberana para negociar en igualdad de condiciones con España, algo que el resto de Europa le niega.

Si se abriera la Caja de Pandora de nuevas naciones europeas, Bélgica sería sin duda la primera en disolverse en dos entidades soberanas, dejando a Bruselas, donde ambas comunidades conviven en barrios separados muchas veces por sus respectivas identidades, convertida en algo así como un Distrito Federal, que albergaría la capitalidad europea.

Desgraciadamente para la convivencia y el futuro de Bélgica como nación, las dos comunidades hace tiempo que se volvieron entidades irreconciliables y enfrentadas. De hecho, los flamencos ni hablan ni entienden el francés, y los valones, ni hablan ni entienden el flamenco. Son mundos aparte que se alejaron cultural y emocionalmente hace mucho tiempo, incluso repartiéndose los libros en uno y otro idioma de la librería de la Universidad de Lovaina, hasta entonces ejemplo de convivencia entre ambas culturas.

No creo que se hicieran muchos chistes a costa de la Bélgica rota y fracturada que quedaría después de tamaño desmembramiento. Como tampoco debieron hacer muchos chistes los indígenas del Congo belga, que sufrieron el más salvaje e inhumano tratamiento por parte de un imperio colonial en la época del deleznable rey Leopoldo II.

Por lo demás, Bélgica es de momento un país adorable, con algunas de las ciudades más bellas del continente, como Gante o Brujas, y que merece mucho la pena visitar. Sin olvidar una excursión obligada a Bruselas, la auténtica luz que ilumina el horizonte de una Europa renacida de sus enfrentamientos, en cuyo futuro ojalá que no tengan cabida los nacionalismos excluyentes y las identidades colectivas supremacistas.