María Dueñas fue la última. Más de veinte años antes lo había sido su colega Arturo Pérez Reverte. Y también lo han sido el torero José Ortega Cano o el desaparecido exportavoz del Vaticano, Joaquín Navarro Valls. También muchos que han entregado su vida a la labor social y solidaria, como Francisco Morata, Fabían Martínez Juárez o María José Puerto, que fue la segunda mujer, porque la primera fue Florentina Moreno, que tuvo que esperar a que treinta hombres lo fueran antes que ella. Puede que algunos ya hayan averigudado que lo que tienen en común todas estas personas es que resultaron distinguidas con el premio Cartagenero del Año.

La segunda novela de la última merecedora de este galardón, titulada Misión Olvido, fue premonitoria, porque desde que esta cartagenera de adopción recogió el título, nadie más lo ha hecho. Y lo peor es que todos parecemos habernos olvidado de que no hace tanto tiempo, distinguíamos a los que destacaban entre nosotros por su dedicación y éxito en el trabajo, por su entrega solidaria sin medida, por esforzarse para ser excelentes en su arte, por luchar y trabajar por Cartagena y los cartageneros. Pero no. No todos se han olvidado, porque aún quedan personas como Juan de Haro o Paco Manzano ilusionadas y empeñadas en que debemos reconocer a aquellos que son profetas en nuestra tierra, a quienes son un ejemplo a seguir por todos nosotros, a quienes marcan el camino de cómo se deben hacer las cosas.

Ellos mantienen viva la llama del Centro de Iniciativas Turísticas de Cartagena, creador y promotor de este galardón, cuya primera elección tuvo lugar en 1971. El distinguido ese año fue el ingeniero Rafael de la Cerda, que da nombre desde hace cuatro décadas al parque de Tentegorra, conocido popularmente como Los Canales. Su labor en la Mancomunidad de los Canales del Taibilla fue clave para que el abastecimiento de agua a las casas de Cartagena fuera una realidad a mediados del siglo pasado. Al igual que María Dueñas, nacida en Ciudad Real, tampoco De la Cerda era cartagenero de cuna, aunque sí fue nombrado hijo adoptivo de la ciudad a la que entregó sus esfuerzos, sus desvelos, sus proyectos, sus ilusiones, su vida. Resulta curioso comprobar que tanto el primero como el último Cartagenero del Año no son oriundos de nuestra tierra, aunque se han vinculado tan estrechamente a ella que se han sentido entre nosotros como uno más y no hemos dudado en otorgarles un título tan nuestro, tan suyo.

Esta coincidencia demuestra el poder de atracción que tiene Cartagena para quienes han venido a parar a ella desde otros rincones del país, así como el espíritu abierto y acogedor de los cartageneros, que le abrimos las puertas de par en par a quienes demuestran tanto amor por nuestro paraíso del sureste español, hasta el punto de que los consideramos tan de aquí como el que más.

Premios como el del Cartagenero del Año han servido hasta 2011 para que nos sintamos orgullosos de nosotros mismos y para reconocer a esos hombres y mujeres excelentes que han formado y siguen formando parte del rico y valioso patrimonio humano con el que contamos por estos lares.

He reiterado en más de una ocasión que las riquezas, los monumentos, las joyas o los tesoros carecen por completo de valor sin la entrega de aquellos que los crearon y se esforzaron por conservarlos a lo largo de los años. Como también son insignificantes las banderas, que tanto enarbolamos estos días, o las fronteras, que unos cuantos se empeñan en convertir en muros que no se ven, pero que nos separan cada vez más.

Porque lo que importa no es de dónde eres, sino quién eres y cuáles son tus obras. Como importante es que seamos justos con quienes nos rodean y sepamos reconocerles sus méritos, en lugar de dejar que sus proezas y sus logros caigan para siempre en el olvido. Me salen decenas de nombres que podrían haber recibido con justicia, con emoción y con orgullo el premio al Cartagenero del Año en los seis años que llevamos sin otorgarlo, porque los cartageeros, a veces, somos así, dejaos. Y no. No podemos permitírnoslo.

Las brasas de lo que un día fue el Centro de Iniciativas Turísticas de Cartagena (del que surgió la Semana de Cine Naval de Cartagena, que dio lugar al actual Festival Internacional de Cine de Cartagena - FICC) no se han apagado del todo y unos pocos valientes las mantienen vivas y sueñan con que, más pronto que tarde, seamos capaces de recuperar el valor de ensalzar a los nuestros, nazcan aquí o no. Llevan tiempo clamando en el desierto, sin apoyos de ningún tipo, pese a que lo único que piden es que el ayuntamiento de Cartagena, nuestra casa, avale y se implique para que el ejemplo de tantos y tantas sirva para que nunca nos olvidemos de que somos esa ciudad abierta y acogedora en la que tan bien nos sentimos, esa ciudad que auxilia y sufre por los cerca de mil inmigrantes que, en lo que llevamos de año, han sufrido la tragedia que les ha empujado a nuestras costas, esa ciudad que conserva, cuida y respeta su pasado y presume de él con nombres y apellidos.

Porque si no le damos valor a las personas, a las de ayer, a las de hoy y a las de siempre, nuestro futuro será yermo.