Tengo un amigo que acaba de perder a su mujer. Al ser con el que más ha estado unido en los últimos 35 años. La persona con la que ha compartido dos terceras partes de su vida. Deja escapar unas tímidas lágrimas en torno a un café y un pitillo mientras rememora con ternura que sí, que siente su ausencia, pero confiesa que ha vivido una despedida plena porque no han eludido ningún asunto relacionado con el tránsito que ambos tenían por delante en los últimos meses. Que en el adiós no han dado cosas por supuesto. Que se han cumplido todos los deseos expresados en momentos de conciencia. Transparenta, casi sin nombrarlo, que a su condición de esposa y madre ha unido ese don natural que solo vosotras, las mujeres, poseéis: el sentido práctico de todo lo que acontece, por muy complejo que parezcan los retos a alcanzar€ o cuando menos, a cubrir.

Al hilo de este tiempo de compañía y diálogo sincero viene a mi mente la experiencia de la muerte de seres queridos y aquellas cosas que no fui capaz de expresar en vida. Esos gestos, esas actitudes, esas palabras, esos detalles, que parecen ir unidos a las relaciones humanas, a esas en las que damos muchas cuestiones por supuesto. Como que un hijo quiere a sus padres, o que los padres quieren a su descendencia y por eso no es necesario que ambas partes lo digan muchas veces, cuando en ocasiones no llegan a casi una. O esa profesora o maestro que te ha hecho amar la literatura, emocionarte ante un experimento en el laboratorio, descifrar una ecuación, descubrir otros mundos o conocer el sentido de la vida para los antepasados€ y a los que nunca le has dado las gracias. A los que jamás expresaste una muestra de reconocimiento, de gratitud. Aunque fuese una simple sonrisa, una mirada o un gesto de respeto por haberte transmitido el amor a su trabajo y ejercerlo con vocación.

Un ´muchas gracias´ al conductor del autobús, un saludo a quien barre tu calle cada mañana o a quien pide en la puerta del ´mercadona´ o en la de tu iglesia, mirándole a los ojos, porque no hay nada peor que la invisibilidad social. A quien limpia tu oficina, protege tu edificio, te sirve el café o te despacha en la gasolinera o en la tienda, te atiende detrás de un mostrador, cuida de tus hijos o de tus viejos. Un gesto de agradecimiento a quien tiene la valentía de no desfallecer en las mil y una batallas sociales de cuyos resultados te vas a beneficiar tú y los tuyos.

No, no cuesta tanto. Es más sencillo de lo que parece expresar lo que se siente, por encima de supuestos convencionalismos, para demostrar que estamos vivos. Que somos capaces de vibrar por un proyecto, por un desafío, por una aventura cotidiana en la que cada uno de nosotros y de nosotras seamos protagonistas. Y que, además, hagamos partícipes al otro de lo que vivimos. No dar nada por supuesto lleva consigo ser consciente, no pasar por la vida sin pena ni gloria, sino percibir cualquier emoción y sentimiento, congraciarte con ellos, y transmitirlos.

En definitiva, palpar cada instante como si fuera el último del resto de la existencia, el último del comienzo de la vida.