No se puede desafinar más. Es como si nuestra inspección de trabajo se empeña en Etiopía en descubrir a un negro en la embajada china. Mira que no hay negros allí y aquí como para centrar sus esfuerzos en aflorar la economía sumergida en las bandas de música, poniéndolas al borde del silencio porque algunos profesores no están dados de alta.

Quién habrá sido el concertino, el que lleva la batuta de forma tan alocada como para poner en peligro la labor de 40 bandas que agrupan a 4.500 personas y 50.000 socios en torno a la música. Niños, jóvenes y mayores que tienen en sus instrumentos la vía para disfrutar del mejor de los ocios, aquel que te enriquece como persona. Disfrutar y sufrir porque en esta España nuestra la cultura es sinónimo de hambre, tal y como demuestra la propia imposibilidad de las bandas de mantener las condiciones de sus trabajadores.

Mientras los murcianos priman a la cultura en los presupuestos participativos, los poderes públicos arremeten contra ella, quizá porque contribuye a crear conciencia crítica. Con el Auditorio con respiración asistida, al igual que nuestra orquesta sinfónica, queda ahora dar el estruendo final contra las paupérrimas bandas de música, que luchan día tras día para mantener la partitura. A un euro por cada caja hay quien paga a los inmigrantes en la huerta murciana. A la baja se subastan los lotes de trabajadores desde las empresas de trabajo temporal. A quince euros abonan los desaprensivos la jornada de 10 horas en algunas fincas. A voz en grito se alerta en los campos de la visita de la inspección para animar a la tocata y fuga de los explotados.

Y no es tocar de oído ni dar la nota. Hay muchas bandas y no son precisamente de músicos, aunque disimulen sus armas con fundas de contrabajo.