La evolución del lenguaje es imparable. Las palabras se mueven: permanecen y desaparecen, se transforman y resisten; las palabras también se manosean, se embellecen y se ensucian. Respiran, en definitiva, como sólo lo pueden hacer las lenguas vivas; después aparece la RAE, que ordena, jerarquiza y archiva ese universo lingüístico, en una labor (al contrario de lo que se piensa) más propia de un notario que de un fiscal. La lengua la hace el hablante, valga la obviedad, pues es su patrimonio.

Sin embargo, ante esta inexorable realidad, hay ocasiones que uno desearía que los nuevos usos no se extiendan porque escasean los argumentos para sostenerlos. Ocurre ahora con ´terrorismo incendiario´, el término que recientemente ha empleado el presidente de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, para describir la oleada de fuegos intencionados que golpean el noroeste de la Península. Con esa declaración, Feijóo tal vez buscase remarcar la gravedad de los hechos o quisiera apelar a las emociones para acentuar una conducta abominable, pero por bienintencionadas que sean sus razones tales incendios deliberados (que sepamos hasta la fecha) no son actos de terrorismo: no se prevé que una organización criminal vaya a reivindicar sus atentados por razones ideológicas en su propósito de sembrar el terror. Ocurre igualmente con ´terrorismo machista´, como si violencia machista no fuera suficientemente precisa ni execrable. Tanto empeño en adulterar las palabras puede, incluso, generar el efecto contrario: que suenen impostadas, poco creíbles. Que al final no digan la verdad. Con todo, resultaría paradójico que la expresión cundiera en nuestro país, cuya memoria, por desgracia, sabe muy bien qué significa el terrorismo.