En medio del desbarajuste, vamos a empezar por alguien que nos ponga a casi todos de acuerdo. Nos lo debemos. No es otro, claro, que Trump. Ni los que nunca fuesen muy proclives a Obama o Hillary se sienten cómodos con Donald, salvo que hablemos del pato. Bien, pues hay un político en activo que concita un parecido plebiscito, pero a favor, y en el que numerosa plebe ve la antítesis del gachó aludido. No hace falta decirles que la ubicación de este mirlo blanco pilla lejos. Es progresista, católico, feminista de tomo y lomo, defiende el matrimonio homosexual, quiere la diversidad linguística de verdad, da la bienvenida a miles de refugiados sirios, mide 1,88, es guapete, culto, cuenta con coco de aúpa, tiene un piquito de oro y, después de dos años al frente del Gobierno, nadie ha sido capaz de sacarle un marrón ni siquiera los suyos por lo que es aún más popular que cuando ganó. Se llama Justin Trudeau, pero cálmense; los canadienses han dicho que es para ellos.

Su país cuenta con la segunda comunidad mexicana más grande en el exterior y él sí que va a ese país para abordar asuntos referentes a la competitividad, emprendimiento e innovación así como el fortalecimiento de flujos comerciales. Tuvo una educación privilegiada y, como su padre le precedió en el cargo, de chaval vio por casa a los Reagan, Lady Di, Olof Palme, Thatcher... Fue precisamente en el funeral de Pierre Trudeau donde, siendo maestro y ni ganas de dedicarse a la cosa pública, dejó con su intervención boquiabiertos a los Leonard Cohen, Fidel y Carter, que ya es.

Aunque con retraso, acaban de publicarse sus memorias en España y, por lo que al referéndum por la independencia de Quebec respecta, señala la criatura: «Cuánto hubiera cambiado nuestra nación si solo 27.145 votantes a favor del 'no' hubieran decidido apoyar a los separatistas; es probable que hoy no existiera Canadá». ¿Por qué cuento esto? Y yo qué sé. Se me habrá ido el santo al cielo.