Que ayer habría declaración unilateral de independencia de Cataluña en el Parlament era fácil de predecir aun escribiendo estas líneas antes de la comparecencia de Puigdemont. Lo que ya no tengo tan claro este martes por la mañana es si será con efecto inmediato o con efecto ´progresivo´. En presente o en diferido. Con votación o sin ella. Es tal el desprecio del Govern a la ley, incluso a la suya propia, que aquí vale todo. Todo lo que sirva para generar la suficiente inestabilidad política y económica que les lleve al Estado propio. Lo vimos en la votación exprés e ilegal en el Parlament de la Ley de Transitoriedad y en la charlotada del referéndum del 1-O. Llegados a este punto, la suerte está echada. El pronunciamiento se ha consumado y difícilmente podrán sustraerse de la ola de fanatismo que tan laboriosamente han ido creando.

A decir verdad, a Puigdemont y a Junqueras les ha pasado lo mismo que le pasó a un albañil torpe e irreflexivo de mi pueblo. Que se puso a construir una marranera y la levantó con tal mal tino e impericia que acabó encerrado en ella. La marranera en la que ha quedado atrapado el independentismo catalán es la de su propio desvarío. La de su propia quimera. Cómo saldrá de esta pocilga en la que se reboza, patalea y revuelve es lo que veremos en los días inciertos que nos esperan.

Con un hecho nuevo significativo. Que a diferencia de lo que se decía hace tan sólo unas semanas, aunque lo desmintiera la aritmética de votos cuantitativos, no representativos, nadie podrá hablar ahora de Cataluña como si fuera sólo de los nacionalistas. La manifestación masiva en contra de la independencia del pasado domingo ha marcado un antes y un después. Cientos de miles de ciudadanos salieron a la calle para mostrar su orgullo de ser además de catalanes, españoles y europeos. Este partido que sólo jugaba hasta hora un equipo, ahora se juega a dos. El vértigo que produce, además, la espantada de empresas que huyen de Cataluña «como si fuera una ciudad medieval afectada por la peste», en palabras de Vargas Llosa, es otro de los golpes bajos que ha sufrido el independentismo estos días.

Un vértigo que, por otra parte, no sólo se vive en el campo amotinado, sino que se extiende por toda Europa. Manuel Valls, exprimer ministro francés y catalán, no se cansa de decirlo a quien lo quiera oír: «Si los Estados nación se deshacen, es Europa la que se deshace. Vivir en democracia desde hace tantos años no nos protege de convulsiones». Valls, gran conocedor de la historia europea, sabe, como deberíamos saber todos, que cambiar fronteras puede ser muy peligroso para nuestro continente. La gente piensa que vivimos en un tiempo de paz único, y es verdad, pero olvida que ´la historia es trágica´.

No son, desde luego, tiempos fáciles. La pregunta que todos nos hacemos es: ¿Y ahora qué? El nacionalismo catalán racista y excluyente se ha quedado encerrado con un solo juguete, el de la independencia, en la marranera que ellos mismos han construido, cada vez más cercado, más aislado en Europa, en España y en la propia Cataluña. Y de ahí no querrán salir como no sea con alguna contrapartida que ofrecerle a los cientos de miles de incondicionales que los siguen, que confían en ellos, que se han creído sus soflamas. Que se les saque por la fuerza puede ser el error que les haga renacer. Habrá que traerlos, sí, a la legalidad, aplicando la ley, por supuesto, pero también convocando unas elecciones autonómicas que pongan las cosas en su sitio.

Con todas las consecuencias que se deriven de ellas. Y sobre todo, como dijo el exfiscal Villarejo, habrá que seducir a los miles de ciudadanos que hoy están en las filas del independentismo y defender más que nunca lo mucho que nos une. Porque, al fin y al cabo, qué somos sino personas de ley dispuestas a hablar dentro del marco de convivencia que nos hemos dado.