Nada más lábil ni más azaroso que la calle. Hay una escena que todo el pensamiento político moderno ha empleado siempre para mostrar la debilidad de la política de masas. La escribió Shakespeare en su obra Julio César. Es la escena segunda del acto tercero. Bruto y Casio, los asesinos, llevan al foro el cadáver de César. La turba de ciudadanos expectantes pide una explicación. Bruto defiende el asesinato de César por su intenso amor a Roma. «¿Preferiríais que César viviera y morir todos como esclavos a que esté muerto César y todos viváis libres?». La multitud rechaza la muerte de la república y absuelve a Bruto de su crimen.

Se habla entonces de conducir a Bruto a casa, triunfante, y de elevarle estatuas en su honor. Pero llega Marco Antonio, sube a la tribuna y habla. El discurso de Marco Antonio es la expresión máxima del cinismo político de todos los tiempos. Así, se presenta como amigo fiel, republicano probo, respetuoso con Bruto, tiene cuidado de no ser injusto, domina el arte de las lágrimas, pero crea la incertidumbre de la promesa del testamento de César, que se niega a leer, lo que enfurece a la masa con expectativas. Marco Antonio les pide a todos que formen un círculo alrededor de César. Entonces, ante la expectación, muestra su manto y describe una a una las rasgaduras de los puñales: esta de Casca, esta de Bruto, esta de Casio. Luego muestra las heridas en el propio cuerpo muerto. Y entonces, con el cinismo más extremo concluye: «¡Que no os excite yo a una repentina explosión de tumulto!». Justo lo que acababa de hacer.

Para hacer más creíble que él no había excitado a nadie, Marco Antonio se reconoce como un hombre sencillo, llano, sin mérito ni retórica, talento ni estilo. No es el refinado Bruto. El golpe de gracia de su cínica retórica es cuando asegura que si él tuviera la afilada palabra de Bruto «pondría una lengua en cada herida de César capaz de levantar en motín las piedras de Roma». La consecuencia es inevitable. Todo está a punto de convertirse en un motín. Pero este argumento no es sino un intermedio. Cuando los ánimos ya están a punto de arder, regresa de nuevo la promesa. ¿No quieren conocer el testamento de César? Entonces es el furor. Los setenta y cinco dracmas que deja a cada romano, los parques públicos en que convierte sus fincas y palacios, eso acaba de enfurecer a todos. Con el fuego del cadáver, todos se conjuran para quemar las casas de los traidores.

La filosofía política moderna (y hay mucha en Shakespeare) conoce desde hace siglos ese curso de acción que dice hacer una cosa pero hace otra. Ha identificado el cinismo como arma política, como la suma condición de una retórica eficaz. Y ha descrito la ambición como la compañera fiel de ese cinismo. Por supuesto, las instituciones republicanas han surgido para evitar estas escenas, que sin embargo han extasiado a todos los teóricos de la soberanía, de la democracia plebiscitaria, de la relación inmediata del líder y el pueblo, de la construcción del enemigo. Shakespeare nos enseñó el paradigma más preciso de la fragilidad de este apoyo. En un instante, la multitud pasó de estar con Bruto a estar dispuesta a todo con Marco Antonio.

Luego vino la tragedia. Lo que se extrae de la obra no es que Marco Antonio gane y Bruto pierda. Los dos perdieron y sembraron la guerra civil. La lección es que la política debe impedir estos escenarios. Esa es una lección que debe aprender ese aprendiz de Marco Antonio de Jordi Sànchez. Y deben aprenderlo ellos ante todo y rápido, porque llevan años en esa ilusión óptica. Deben hacerlo porque ya han visto al Otro en el mismo espejo en el que se pensaban ver solo ellos. Eso no podrá ser ocultado ni con toda la fuerza del cinismo. Han visto que hay otros que dicen «Yo también soy el pueblo», frente a ellos que decían: «Sólo nosotros somos el pueblo». Con ello no tenemos sino la premisa de la política. Ahora hay que hacerla.

Es una lección amarga, sin duda. Pero inevitable. Al hacer su comunidad orgánica visible en exclusiva, han forzado a que la comunidad subalterna hasta ahora se haga también presente. Debe ser duro para ellos ver Barcelona inundada de camisas blancas, y de banderas constitucionales españolas, catalanas y europeas.

Pero es una verdad que ya no se puede ocultar, y que dice varias cosas: que la historia de España cambia, que el Estado de 1978 tiene una constitución material y existencial más rocosa de lo que se cree, que Cataluña alberga dos pueblos que hay que unificar y que esa unificación no puede hacerse sobre el intento de anular una de sus almas. En suma, la dura lección es que el domingo se vio en directo el final del Procés tal y como se ha planteado hasta ahora. Su debilidad fue apoyarse en exclusiva en la calle. Esto le dotó de bases arcaicas incompatibles con una sociedad compleja. Desde una mentalidad forjada en Xerta no puede gobernarse Barcelona y Cataluña entera.

Pero la misma lección deben aprender quienes ganaron la calle este pasado domingo. No pueden correr el mismo riesgo de decir, con Fraga y con Forcadell, con Arias Navarro y con Puigdemont, «la calle es mía». Los escenarios de la política deben ser otros y no deben entregarse a la labilidad de la calle. Confiar en ella es fundar toda causa en un fantasma. El domingo fue el final del Procés, pero debe ser el principio de la política.

La consecuencia de estas jornadas históricas no puede ser ninguna unilateralidad. Si Puigdemont sigue adelante con la declaración unilateral que reclama la CUP, no podrá evitar ser juzgado por el mundo entero como un provocador y será abandonado por lo que de sensatez quede en sus filas. Respecto a lo que haya de insensato, que recuerde a Shakespeare. Al final, quien todo lo había confiado a la impaciencia autoritaria del Estado, al recurso a la violencia legal, a poder decir al mundo que el Estado español es un represor y violador de los derechos fundamentales, y que estuvo a punto de conseguirlo el domingo 1 de octubre, ha visto que una verdad innegable se alza contra su estrategia. No ha sido la violencia del Estado, sino la rotundidad de la sociedad civil catalana del sábado y domingo pasados. Esa no es la fuerza de una constitución de papel, sino de una constitución material y existencial. Y no hay forma de ignorarla. Si ha llegado a ser tan imponente ha sido por la inverosimilitud de la causa independentista.

Esta manifestación, y no el artículo 155, es la mejor defensa de la Constitución ahora. Esta demostración ha sido necesaria no por la sabiduría del Gobierno, sino justo para salvarnos de sus errores y de su inactividad política. Las manifestaciones del sábado y del domingo son actos políticos que hacen innecesario el estado de excepción, porque muestran que desde el punto de vista social tal cosa no existe. Por eso no deben envalentonar al Gobierno. Éste y todos los catalanes y españoles debemos exigir democracia, elecciones en Cataluña y nuevos interlocutores dispuestos a hablar. La DUI es ya el ejercicio de una violencia insoportable que nadie tolerará. Lo demás es sólo cuestión de hilar fino, tener paciencia, dejar que la realidad cotidiana se imponga, actuar con discreción, y saber que Cataluña sigue teniendo dos almas que tienen que pactar.

Pero si una de ellas quiere seguir adelante y declara la independencia en el Parlament, ya sabemos cómo acaba esta historia. La escribió Shakespeare al final de esa escena de Julio César, en 1599. Lo dicen los amotinados: «Id en busca de fuego»; «Haced pedazos los asientos y las ventanas» del Capitolio; «Destruidlo todo». A lo que Marco Antonio, en un rapto de sinceridad, responde:» ¡Ahora prosiga la obra! ¡Maldad, ya estás en pie! ¡Ahora toma el curso que quieras!».