Escribir como hablaba, diciendo lo que había visto con los ojos de mirar. Sin mucho más. Por eso parecía extraño a quienes lo habían visto sin nube de libertad fingida, sin prisa intestinal, colérica, porque ensayaba en un cántico sin ira. Era así en versos incesantes, no atávicos, sino ciertos.

Aquel poeta gustaba por el color de sus palabras y porque era un tanto maldito, alejado de las modas cursis de aquel entramado de versolaris territoriales que hacían de la poesía una nueva orilla de algo que estallaba, de pronto, en arena suave, una y otra vez, como olas gigantes a punto de encerrarse en un secreto de sí mismas.

Hoy el tiempo se pierde en la memoria de lo que pasó con aquella poesía que fue después del modernismo y antes de la lluvia fina de los poetas emergentes. Ya no se recuerda nada más que aquellos que fueron los maestros, Verlaine y Baudelaire en primer lugar, detrás, de los maestros nacionales, Machado, don Antonio, y Juan Ramón, al que nunca le perdonaron su Platero.

Vino entonces la gente de Andalucía y otros poetas peregrinos que, sin cárceles, pero del mismo dolor, aguantaron el exilio: fomentaban entonces una nueva poesía enraizada con el cine y el resto de artes, resurgiendo también en la suma los que emergían en solitario desde Latinoamérica. Sintieron así que la sombra era producida por una señal de luz, por un haz de luz aunque tú no lo veas, y confiaron sus versos a los intelectuales de aquella sociedad que no creía en las banderas, sino más bien en que después del día, en todos los relojes, vendría la noche.

Recuerdo que nosotros subíamos a un 'dos caballos', audacia y maravilla, dueños de un signo que nos convocaba: la verdad sobre aquel malditismo de un concierto inocente. Una especie natural de pentagrama cálido de nube, una música y una pintura que nos venía lejana. Un tal Efraín, con su laúd, y aquel Falla en su casa, recibiendo a medio siglo español. Alberti siempre, necesario y con su sempiterna gracia andaluza pasada por la mejor poesía de tradición castellana.

Era el tiempo de escribir como hablar, sin mucho más. Y asombraron al mundo con su nombre de poetas cuando el mundo aún era oropeles de vanguardias y el intento de un surrealismo sin tradición y tan desbocado como todo lo que surge en estampida y contiene el estrés de la influencia identitaria, que era tanto como sentarse a buscar el olor y el sabor de una poética de humo. Pero ellos un día le hicieron un homenaje a Góngora en Sevilla, y siguieron su camino.

Fue en Madrid, y después también en Barcelona, donde sumaron a más gente en aquel metodismo y aquella alegría de la fiesta poética. Terminada la tristeza de poetas que solo escribían obituarios sin incendio, ni tan siquiera chispa, todo tocó a su nueva vida: la verdad que vemos con los ojos es lo que hay que contar sin más hipérbole que lo que sea mágico y no lo rechacen los sentidos.

Mientras tanto, pasaba algo parecido en la pintura y en las otras artes, vanguardia y certeza, invento de una nueva realidad. Y más poesía, poesía y poesía todo. Y escribieron como hablaban, haciéndolo interdisciplinarmente (mezclando artes, la 'nueva poesía', le llamó Buñuel) sabiendo que los demás malditos se unirían enseguida a aquella idea de decir la verdad en el idilio de aquel espejo del callejón del gato, donde nunca se supo bien qué era realidad, si deseo, palabrería o magia sin fronteras.

Y en esto influían también Valle y Solana, literatura y arte (la España negra y el teatro con Max y don Latino), la vida. Y pronto todos iban también detrás de aquellos ojos, los de Picasso, los del monstruo, sabiendo que aquel era el comienzo de todo lo que saltaría a los aires desde su encierro. Pero no sería sencillo, no, sino complejo de entender. Y ya no faltó nunca el mundo de magia en la palabra, el de un realismo poético de donde venían los más atrevidos soñadores de aquella ékfrasis tentativa, de un nuevo barroquismo tal vez desorientado, incluso excéntrico, pero no ciego.