Es difícil no hablar estos días de Cataluña. En mi caso, el análisis político y social lo dejo para mis tertulias polemistas con amigos y conocidos. No es este un artículo que pretenda disertar sobre la polémica catalana. Lo que ocurre es que, como buen español, durante las vacaciones de verano avancé unos meses en el calendario para ver qué festivos se presentaban en el horizonte y organizar una escapada a algún lado. Y claro, diciembre está ya aquí al lado y los días 6 y 8 son una bicoca. Así que llevaba ya unos días, incluso unas semanas, planeando junto a unos amigos un break en el curro y disfrutar de algún punto de la geografía española. Ante la oportunidad de visitar a otro colega en Barcelona, y ahorrarnos un dinerillo en el alojamiento, no nos lo pensamos dos veces y nos movilizamos para dejarlo todo cerrado. Ahora, con los billetes casi comprados y medio viaje organizado aquí estamos, leyendo y leyendo todo cuanto acontece en Cataluña. Pero no crean que seguimos el minuto a minuto por ver si cancelamos la escapada. Lo hacemos para ver qué panorama nos vamos a encontrar. Porque, se pongan como se pongan las cosas, Barcelona seguirá siendo una ciudad maravillosa a la que merecerá la pena asomarse con o sin pasaporte. La he pisado tres veces en mi vida. Una con el cole, a la carrera; otra visitando a mi hermano que durante una temporada fue charnego y de paso viendo a Negramaro en concierto; y la última, para ver al Efesé en el Camp Nou... En cada una de ellas siempre he tenido la misma sensación: Barcelona es, sin duda, una de las mejores ciudades del planeta. Y siempre lo será.