A mis años, me han puesto aparato. Una ortodoncia para mover mis dientes y eliminar el hueco que existe entre uno de los incisivos centrales (o palas) y el colmillo, ya que al carecer de éstos (en ninguno de los dos casos) la distancia entre mis piezas no es seguramente ni la más correcta ni la más recomendable estéticamente. Por una extraña herencia familiar, que según algún dentista me ´diagnosticó´ en la infancia, viene de Mallorca, o eso o intentaba darle un aire más exótico a dicha peculiaridad; mis dientes de leche no dieron paso a nuevas piezas entre las palas y los colmillos. Durante años esta característica no me preocupó demasiado. Sin embargo, con el tiempo comencé a rechazar la imagen de mi sonrisa con semejante agujero negro entre mis dientes, y empecé a acostumbrarme a sonreír a medias, sobre todo en las fotos (puesto que es el reflejo propio que más perdura) apretando fuerte los labios como si tuviese miedo de dejar escapar algo. Un gesto muy similar al de la Gioconda, igual ella también tenía complejo.

Vengo arrastrando esta circunstancia desde hace años y son muchas las ocasiones y las personas que me han pedido una sonrisa y no lo he hecho, e incluso aquellas que se han percatado de que no existe ni una sola foto mía en la que se vean mis dientes. Para muchos es un detalle sin importancia, a otros incluso le parece curioso y/o coqueto, y a lo más halagadores, hasta sexy. Hay quien me ha dicho que es un rasgo de mi personalidad, y que me imprime carácter. Pero, sinceramente, creo que son excusas y defensas que atienden a que nunca me han visto diferente. No me define un agujero en mis dientes.

Aunque puedo entender que haya a quien no le parezca relevante. Los complejos, como el miedo, son libres y cada uno tiene los que quiere. No atienden a ningún argumento razonable. Probablemente tendré otros ´defectos´ que puedan ser más importantes o destacables, pero a mis ojos éste sería el que más puede condicionarme. Bien es verdad que no es algo que me haya traumatizado especialmente, pero cuando inicié el desarrollo de mi profesión empecé a considerar que mi agujero y mi obsesión por disimularlo dañaban la seguridad en mí misma. Fue entonces cuando comencé también a preocuparme por solucionarlo, o al menos valorarlo. Más de cuatro años de intentos fallidos para lucir una ortodoncia acabaron hace apenas un par de semanas con la colocación de un aparato para los dientes.

No mentiré. Pese a que los nuevos avances permiten que sea un aparato que apenas se ve, lo que me ha dado el último empujón para decidirme (pues si me condicionaba un agujero entre los dientes, pueden imaginar lo que sería para mí ´señalizarlo´), y mucho más higiénico que los habituales brackets, tampoco ha sido del todo fácil. Pero si las mujeres somos capaces de llevar los incómodos sujetadores, que siempre me han parecido un invento del diablo, no puede haber ningún elemento de tortura que se nos resista, pero de mi amor odio al sostén hablaré en otro momento.

Los primeros días había dolor y aún hoy tiene ciertas incomodidades, pero he de confesar que empiezo a sonreír de verdad. Y eso que mis dientes, por el momento, siguen estando iguales. Pero está claro que no se trata de lo que yo veo, sino de lo que siento.