El problema de Cataluña no es catalán, es español. Sólo así se entiende que una parte no desdeñable de la sociedad catalana, junto con sus autoridades, estén inmersas en un golpe de Estado. Porque no se trata de un conflicto de competencias, ni de financiación, ni de estructura administrativa, en absoluto. Es un problema creado y alentado durante cuarenta años por políticos corruptos y corruptores que han inoculado un gen de odio y rechazo hacia todo lo español en una región donde la educación, hace ya décadas, dejó paso al adoctrinamiento más repulsivo.

Quienes se quieren separar alegan que lo hacen por motivos históricos, económicos o incluso sentimentales, que son los más peligrosos en política. Pero, en realidad, las razones son racistas. No se creen distintos a nosotros, sino superiores. Ellos son trabajadores y emprendedores mientras que nosotros holgazaneamos todo el día; son cultos y cultivados, al contrario que los españolazos, que sólo se divierten en verbenas.

Además, comparten una genética mucho más próxima a los franceses que a la del resto de españoles, según Oriol Junqueras. Claro, yo veo a este tipo, incapaz de acabar la carrera de Economía, por cierto, y me asalta la duda de si no estaré delante de Alain Delon. Lo mismo me pasa con la de la CUP, que se huele el sobaco en el escaño, y Carla Bruni, que las confundo con pasmosa facilidad y exclamó ante las dos aquello de «això és una dona!».

Una de las cosas que más repugnancia les provoca es el español, la lengua que era tan suya como el catalán hasta hace dos días, cuando Artur Mas todavía se hacía llamar Arturo. Quien use ese idioma de charnegos, el de los obreros murcianos, los trabajadores de factorías extremeños, el policía andaluz o la del dueño del bar manchego, es claramente inferior, una excrecencia totalitaria del Estado español que los oprime, persigue y coarta. «Encima de que los hemos dejado venir a que nos hagan ricos», pensará algún pancatalanista.

Y claro, con quien es inferior, con quien les roba, no quieren saber nada y estaban ya, porque no hizo falta que llegara el 1 de octubre para ello, quebrando el principio de la soberanía nacional, porque es imposible compartir un país con gente como nosotros. En esas, el Gobierno, pero sobre todo la Justicia, hicieron en una semana algo, una pizca de lo que tenían que haber hecho en la última década. Entonces, cuando casi nada funciona, cuando hasta una parte del propio Gobierno sigue enredada en hacer puzles imposibles con las palabras ´proporcionalidad´, ´mesura´, ´diálogo´, ´prudencia´ y ´financiación´, llega la Guardia Civil y comienza a restaurar el orden. Esa guarda fiel de España entera, que lleva en su bandera el lema de paz y honor, que canta su himno.

Los guardias civiles están mostrando ser lo que ya eran, pero que parece que algunos aún no tenían claro: los garantes de la igualdad, de la unidad nacional y del orden constitucional. Aguantan los insultos, robos, agresiones, destrozos a sus coches, intimidaciones a sus hijos en los colegios, asedios a los cuarteles y más. Lo hacen para salvaguardar el Estado de Derecho, la igualdad entre todos los españoles y todo por un salario incomprensiblemente injusto. ¿Creen acaso que las hordas de diputados y cargos de las embajadas del cogollo convergente mostrarían tal apego a la Gran Catalunya por un sueldo de menos de 1.500 euros al mes? ¿Las lágrimas de Junqueras saldrían con la misma profusión si no se embolsara en dos meses casi lo mismo que un guardia civil en todo un año? La pena es que, tanto al guardia civil como al diputado que se ríe de nosotros, les pagamos usted y yo.

Los guardias civiles que están desarrollando de manera impecable su tarea estos días en Cataluña para parar el golpe en marcha a la democracia, lo están haciendo además sin ejercer ni un ápice de violencia, aún en situaciones en que pudiera estar justificada. Y si, llegado el momento, han debido usarla contra quienes les impidan restablecer las libertades civiles o ejercer una labor que hacen en nombre de todos nosotros, su empleo estará amparado por la ley y la razón.

El Estado debe tener el monopolio del uso legítimo de la fuerza para evitar, precisamente, que solucionemos los conflictos por nuestra cuenta, así como para servir de garante último de nuestros derechos y libertades.

Así que, si estamos del lado de la democracia, de la Constitución y de la unidad de España, sólo cabe apoyar a la Guardia Civil, la que acaba su himno proclamando vivas a España, al Rey, al orden y a la ley.

Pues eso, ¡que viva honrada la Guardia Civil!