Pues sí, yo también soy español. Y encantado de mi hispánica condición. ¿Orgulloso? Unas veces más que otras. Tras el lamentable espectáculo del 1-O, abochornado y avergonzado. A diario trabajo con visitantes foráneos: de Noruega, de Australia, de Brasil. Cuando estos días me asaetean a preguntas sobre el tema catalán, créanme que siento cualquier cosa menos orgullo. El sábado pasado guiaba por Cartagena a un grupo norteamericano y nos encontramos una nutrida manifestación de afirmación patriótica: cientos de cartageneros envueltos en la bandera de todos, esa que también es la mía. Lejos de mi intención el tacharlos de fascistas. No hay cosa más natural que querer a tu familia, a tu ciudad, a tu patria. Pero también es cierto que no hay cosa más manipulable que esos irracionales arrebatos patrios; esos tan emotivos como difusos ardores identitarios, que algunos parecen dispuestos a usar como arma arrojadiza. Y a río revuelto, ganancia siempre de pescadores. Pues allí había también fascistas, echando leña al fuego. E impostados patrioteros de la derecha más corrupta que ha conocido este país.

A quienes trato a diario, como ocurría a aquel señor de Bilbao, un tal Unamuno, les duele España. Y les duele en las tripas y en el alma cuando ven a ancianos estafados por los bancos, vecinos que desahucian de sus casas o jóvenes empujados a abandonar su país en busca del futuro que aquí les han hurtado.

No, la mayoría de quienes se manifiestan con nuestra bandera no son fascistas, aunque están a su merced. En especial, al comportarse cual hinchas de un equipo de fútbol y saludar a las fuerzas de seguridad desplazadas a Cataluña con ese lamentable «¡a por ellos!».

Los falsos patriotas que nos gobiernan se ven hoy contra las cuerdas, temen perder el control de un país que tan sólo sienten en sus bolsillos. Y no tienen reparos en azuzar odios o sacrificar Cataluña con tal de asegurarse un nuevo triunfo electoral. Si Cataluña se queda a la fuerza, ganan; y si se les escapa, mejor: se ahorran un buen puñado de diputados hostiles. Y adiós a toda posibilidad de cambio en el resto del país.

Y lo que más impotencia me crea es que vuelven a hurtarnos los símbolos patrios, a apropiarse de las banderas, a anegarnos en su hueca teatralidad. Estamos a punto de asistir a otro fracaso histórico de este país, estamos expulsando por ignorancia, estupidez o por mero cálculo político a una parte de España. Entre ineptos y corruptos anda el juego, tanto en el Gobierno de España como en su trasunto catalán. Ciertamente no sé a cuál de los dos instigadores de este desastre dedicar mis peores maldiciones. Lo que siento es que nos distancian de una parte de nuestra identidad murciana, de esa Cataluña, que al igual que Portugal, sentiré siempre como mi país. Reivindico la catalanidad de Murcia y la murcianidad de Cataluña. Y amo ese catalán que impregna como solaje mediterráneo el habla cartagenera. Tanto, como esa evocadora sonoridad de atlánticas saudades de la lengua de Camões. Se lamentaba el poeta de la apropiación del término España por los reyes de Castilla y Aragón. Aducía que los portugueses eran también buenos españoles. Cierto que a ningún portugués se le ocurrió decir después nada similar.

Y que nadie olvide que quienes defendemos un verdadero referéndum en Cataluña como última esperanza, somos tan españoles como el que más. Y mucho más que quienes hoy nos abocan a la ruina moral y al descrédito internacional.

Defender la patria no es envolverse en banderas; es ahora y siempre, defender derechos, defender la democracia.