Dicen que la historia la escriben los vencedores, pero es asaz incierto. Hay una pequeña disputa respecto a quién considerar el padre de la Historia. La cronología favorece a Heródoto, pero el rigor y el método ponen por delante a Tucídides. La diferencia es notable: mientras que Heródoto cuenta las Guerras Médicas como vencedor y con notables exageraciones, Tucídides escribe su Historia de la Guerra del Peloponeso siendo un ateniense que había luchado en ella y, por lo tanto, como derrotado. Europa era una princesa fenicia cuando fue raptada por Zeus, tal vez en la misma época en la que, muy cerca de allí, se escribía el libro del Génesis, en el que se cuenta el primer fratricidio. Caín mató a Abel y, desde entonces, la víctima siempre tuvo el favor de Dios y la memoria de los hombres.

Pues conviene distinguir bien entre vencedores y vencidos, víctimas y verdugos: víctor es el vencedor, pero también el que supera una prueba, por lo que puede ser también quien es inmolado. Héroe puede ser tanto el vencedor como el vencido. Empero, recordamos menos a Blas de Lezo, vencedor de los ingleses en varias ocasiones, que a Gravina, Churruca y Alcalá-Galiano, vencidos en la humillante batalla de Trafalgar. Murieron por la temeraria incompetencia del almirante Villeneuve. Héroes fueron también Daoíz y Velarde en imposible victoria ante los franceses; Viriato, de una conspiración de sus capitanes; Fernando Villaamil, de la estrategia suicida del almirante Cervera en Santiago de Cuba. También los civiles como Miguel Ángel Blanco, cuya inmolación fue punto de inflexión en el apoyo a ETA.

¿Cuántas víctimas siguen complaciendo a los dioses y los hombres? El toro es víctima del armígero torero; los animales del bosque, del hosco cazador; la mujer lo es del machismo; el delincuente, de sus circunstancias; el drogadicto, de sus miserias. Pedro Sánchez fue víctima de los barones de su partido; Rajoy y sus reyes taifas lo son de una oposición que clama revancha por el abuso de la mayoría absoluta. Iglesias se erige en adalid de los vencidos, pero será víctima del electorado que no le perdonará su alianza con los nacionalistas fascistoides. ¡Cuán gozoso es ser víctima en los propios fracasos! Mas he aquí que también las hay colectivas: la hecatombe.

Todos los imperios fueron víctimas de sus propia grandeza, por su extensión o por su pretensión de controlar todo su dominio. España empezó a serlo el día que sobre sus dominios no se ponía el sol. Suele coincidir con la decadencia de los valores que labraron su forja. Los pueblos gustan de aparecer como damnificados. En tiempos de crisis, la identidad colectiva es un refugio para los débiles. Basta un detonante para provocar la euforia colectiva, para sentir la fuerza de la horda. La Alemania de los años treinta estaba al borde de la bancarrota; una inflación galopante y las indemnizaciones de guerra estrangulaban su crecimiento y hundían en la miseria a la República de Weimar. Sólo hacia falta que un fracasado con ínfulas de pintor luciera el anillo del Nibelungo. Y a la víctima reescribió la historia y se convirtió en victimario.

La de Cataluña, nacida de la Marca Hispánica carolingia es una historia conocida, no obstante lo cual en la sede de las mayores editoriales españolas, se reescribe la Historia de una suerte de nación más antigua que Matusalén, de la que debieron ser hijos desnaturalizados desde Colón hasta el mismo Miguel de Cervantes. Sin el menor rubor. El argumento del victimismo es buena causa para una memoria colectiva que se pierde más allá de la tercera generación; las historias del abuelo Porreta, que apenas recordamos pero que nos cuentan en una escuela al servicio de la causa. Algún día hablaremos de la Tercera Ola y de ciertos experimentos conductistas.

Los nacionalismos surgen de ese sentimiento de afinidad de las víctimas, reales o fingidas. Las crisis empujan a la frustración y el desencanto, el caldo de cultivo del fanatismo. Pero no es la fraternidad universal la que nos salva, sino el espíritu de aldea y el toque del campanario. Al fin y al cabo, el terreno está sembrado, la enseñanza asolada, la inteligencia yerma. Qué mejor que un barbecho para que germine cualquier semilla.

Otra secuela de los tiempos: el relativismo moral y la pérdida de valores, abono para la fecunda falacia: el voto es la esencia de la democracia y nos impiden votar; el derecho aprobado por el pueblo (sus representantes, con violación de las leyes), conculcado por un tribunal (constitucional) que contraría la soberanía (interpreta la Constitución, ¡qué querían que dijera!), lo cual lo deslegitima (a los ojos del demagogo y sus gregarios).

La solución del Gobierno es inevitablemente la aplicación de la ley con todo el poder coercitivo del Estado. Sin embargo, no cumple con la regla de la demostración matemática: el ejercicio de la ley es condición necesaria, pero no suficiente. Podrá impedir el referéndum, mas será tachado de victimario y alimentará la llama votiva en el ara de la patria cuatribarrada. Y todo porque en una sociedad de políticos mediocres, a derecha y a izquierda, las nuevas generaciones educadas por rufianes de una historia falsaria han puesto en cuestión los pilares sobre los que se asienta la ciudadanía, mientras las voces acreditadas permanecían mudas.

Se imponen los mitos de un papanatismo infantil que apela a derechos inexistentes y que se exhibe en los estadios de cierto club de fútbol a mayor gloria de la horda. Si todo pueblo tiene derecho a decidir su futuro, nadie impedirá mañana que lo exija el Cantón Murciano, o que Cartagena se apropie de Antonete Gálvez, otro héroe inmolado. Algezares, su Reino de la Urdienca proclamará un día su nueva constitución soberana. Será entonces el perráneo el que distribuya premios y castigos con su gayá y tendrá de secuaz a su hambrienta jauría.

Kennedy en el año 1962 se encontró con la oposición del gobernador de Misisipi a sus leyes antisegregacionistas: «Los estadounidenses son libres de criticar la ley, pero no de desobedecerla€ si cualquier hombre o grupo de hombres, por la fuerza o con la amenaza de ella, pudiera desafiar las sentencias de los tribunales y el mandato de la constitución, ninguna ley estaría fuera de dudas, ningún tribunal tendría autoridad para imponerlas y ningún hombre estaría a salvo de sus vecinos».