Si algo se deriva de los hechos que hemos vivido en la última semana, incluido el pasado domingo, es que Rajoy se ha metido en una ratonera de la que ya no puede salir. Su estructura mental carece de recursos para escapar a esta situación, en la que él solito se ha metido con esfuerzo y obstinación. Sin embargo, todavía menos recursos mentales tienen esos cientos de periodistas por los que se deja guiar, por no hablar de esos intelectuales que creen que la cuestión se resolverá con unos comentarios de textos de Bachillerato sobre poesías de Miguel Hernández. Así, la dirigencia española llega agotada a este punto, justo cuando comenzamos a ver que estamos en el principio.

Mirado en su conjunto, resulta evidente como la luz del sol que será por estas gentes por las que Cataluña será un Estado independiente, si es que esto se logra algún día. Desde que Aznar inició este proceso, intentando rearmar una conciencia nacional española inexistente, hasta Rajoy, que lo ha culminado apelando en exclusiva a la fuerza legal, apenas cabe duda de que ellos son los responsables de que la democracia española esté hoy seriamente amenazada. Rajoy no tiene otra herramienta mental que la legalidad, que (no debemos olvidar) finalmente es violencia. Si con ella quiere detener una revolución nacional lo va a tener muy crudo. Esta mentalidad, muy propia del XIX y cercana al general Espartero, no comprende que ese expediente ya no puede usarse sin producir una profunda crisis democrática. De este modo ha dejado desprotegido al Estado al carecer de la única arma con la que se puede defender en el siglo XXI: la política.

Yo no puedo culpar a los independentistas de todo esto. Han llevado su juego con todas las armas a su alcance, en una actitud ajena por completo a la lógica democrática profunda, incluida la obvia capacidad coactiva que una realidad nacional compacta ejerce sobre las minorías heterogéneas y sobre la opinión pública. Que en un país solo sea visible políticamente menos del 40% de la población es una clara anomalía, y sugiere la necesidad del voto secreto como garantía de libertad. Y sin embargo la forma de luchar contra su poder ha sido nefasta. Por eso yo acuso a los dirigentes de mi Estado de no haber protegido la democracia española.

Claro que tarde o temprano Cataluña iba a proponer una reivindicación de independencia. ¿Quién podía ignorar esto? Cualquiera que supiera algo de la historia de España, hubiera podido predecirlo. Como dijo Tocqueville de la Revolución Francesa, apenas hay un acontecimiento más presentido, anunciado, preparado que este. Y sin embargo, justo los que tenían que neutralizarlo con su prudencia y su conocimiento de la realidad, con su inteligencia y con su capacidad política, lo han acelerado, atizado y fomentado. Y lo han hecho exponiendo a España al escarnio internacional, a sus ciudadanos al estupor, y a sus socios a la confusión. España debería haberse preparado para esto e identificar desde hace mucho tiempo un camino político de solución. Debería haber sabido, por ejemplo, que su democracia es frágil; su prestigio como Estado, limitado; su pasado histórico, confuso; y su conciencia política, de baja calidad. La conciencia de estos hechos debería haber inclinado a sus gobernantes a una calidad democrática escrupulosa. En lugar de eso se entregaron a la corrupción y confiaron la política a las instancias no electivas, a los tribunales de todo tipo, que no pueden sino intensificar la reacción democrática.

Lo que más ha desconocido esta dirigencia miope ha sido que Cataluña siempre ha tenido una conciencia política nacional más intensa que el resto de España. Eso deriva del hecho de que es una nación, y España un Estado. Desafiar esa conciencia política nacional ha sido un error letal y ha sido dictado por la falta de conciencia democrática y por la ignorancia histórica. Esa falta de flexibilidad del Estado, esa incapacidad de tratar a Cataluña por lo que es, y no aplicarle los deseos de que sea como La Rioja o Murcia, está en el origen de todo. Y en lugar de luchar para que el resto de España gozase de las ventajas civilizatorias de los catalanes, nuestros gobernantes alentaron el orgullo de nuestro retraso como fundamento de la exigencia de que se rebajaran a ser iguales que los demás. Todo este pulso al Estado tenía como finalidad ganarse el respeto ante sí mismos de millones de catalanes. En realidad, Cataluña tiene suficientes elites para ser un Estado. Pero en lugar de aprovecharse de eso, España ha llevado una lucha con la pretensión de una victoria humillante. Otra ignorancia más de la realidad.

Y sin embargo, que se hable de ganar y perder resulta sorprendente. Todo lo que hemos contemplado con estupor estos días no servirá para lo único que podía servir, para producir un poco de conocimiento. En Cataluña y en España. Pues una mínima reflexión por parte de las elites centrales que nos gobiernan debería señalarles el camino a casa. Rajoy no puede llevarnos a un precipicio y ofrecer diálogo mientras caemos. Pero que Cataluña se haya ganado el respeto internacional por la realización del referéndum del domingo, resulta dudoso. Es verdad: no ha sido derrotada, y ha mostrado que tiene capacidad para producir un problema. Pero ningún observador imparcial asumirá que tenga una base firme para la proclamación de la independencia.

Cataluña tiene la capacidad de generar un problema europeo, pero no creo que se haya ganado el derecho a ser un Estado independiente. No creo que ninguna potencia internacional lo reconozca así. Han existido demasiadas irregularidades e ilegalidades en el referéndum para que sea la base de una declaración de independencia. El referéndum no es fuente de legitimidad porque su resultado era indiferente. Lo prueba el hecho de que Puigdemont proclamara la victoria mucho antes de que se escrutaran los resultados. Pero no cabe duda de que Cataluña se ha ganado el derecho a un referéndum en forma, con todas las garantías europeas, en el que una de las opciones sea la opción independentista.

Mientras tanto, es evidente que España no parece tener un Gobierno capaz de tomar el rumbo de la situación. Todo está abierto mientras el problema catalán esté abierto. Ahora comenzamos a verlo. Ahora es el momento de reiterar la idea de que Rajoy era el político más frágil para la situación más difícil. El PP se enfrenta a la disolución de todas las apariencias. Y en esta encrucijada decisiva sólo cabe una cosa: convocar elecciones con los mejores candidatos de cada parte, dejando claro lo que cada uno oferte como reforma del Estado y el encaje de Cataluña en él. Nadie que no proponga una hoja de ruta integral en esta situación debería sentirse legitimado para dirigirse a la ciudadanía.

Pero dudo que baste con ello. Por caminos misteriosos, que siempre sorprenden a los despistados de la historia, una frase vuelve a ser verdadera de manera fundamental. La pronunció el filósofo Giambatista Vico cuando inició su pequeña historia de la Guerra de Sucesión que acabó en 1714. La cito de memoria para explicar la decisión que se tomó entonces: «España es un país demasiado fuerte para ser troceado, pero demasiado débil como para ser capaz de ordenarse a sí mismo». Cualquiera que lleve el timón de España en el inmediato futuro debe saber que, tal y como está planteado, el problema catalán no puede resolverse desde la ratio interna de nuestro Estado ni desde los sentimientos que se han disparado entre nosotros. Necesitamos una hoja de ruta que cuente con la cooperación europea. Ella debe decir con claridad qué fronteras son aceptables y bajo qué condiciones para la constitución material de Europa. Cataluña no va a ser un caso aislado y Europa debe dar la regla para tratar todos los problemas parecidos a este. Pero para eso necesitamos eliminar nuestras ilusiones de gran potencia y reconciliarnos con nuestra profunda realidad: que cuanto más finjamos ser una gran nación, más cerca estaremos de ser un Estado frustrado.