Quién no ha pensado alguna vez, siquiera sea momentáneamente, en el lugar elegido para pasar la temporada sin fin de la eternidad? Aún, precisando más, con quién compartir ese espacio que según Aristóteles habría de durar para siempre. Las modas postmorten de los humanos han ido cambiando y a la seguridad antigua de que nos convertiríamos, después de caer en manos de la parca, en detritus devorados por gusanos, el presente nos da la oportunidad de eludir el asco convirtiéndonos en cenizas que podrían ser pasto de peces oceánicos, abono de frutales o esencias voladoras del viento que nos lleve y nos traiga a su antojo.

Todo lo que digo en este largo preámbulo casi eterno tiene el justificado fin de alabar el gusto póstumo de ese ser algo disparatado que ha muerto a los 91 años en Estados Unidos y que, amén de las leyendas que se le atribuyen, por lo general eróticas, lo más cierto es que se llamó Hugh Hefner y fue el fundador, en 1953, de la revista Playboy con la que amenazó a la puritana sociedad americana de la época. En la primera revista, figuró la imagen de una bellísima Marilyn Monroe vestida, para publicarla desnuda en las páginas interiores sobre un terciopelo color carmín. Fue el principio de un imperio que tuvo sus decadencias y sus momentos de gloria.

A sabiendas de la importancia de la estrella cinematográfica en su vida, el magnate del papel couché libertario, previno antes de morir, la compra de la tumba justo al lado donde reposan los restos de Norma Jean, en la vida y la muerte real; declarando sabiamente y preguntándose «¿a quién no le gustaría pasar la eternidad junto a Marylin?». Más aún si le cabe la esperanza, como dicen algunas religiones, de que en la eternidad vive el alma después de la muerte y que nos volveremos a encontrar. La espera será desmesuradamente larga pero la cercanía le ofrece cierto privilegio.

Tengo que demostrar mi desagrado en esa denominación de origen machista que le hizo famoso de tratar a las mujeres como 'conejitas' de su publicación; se casó con dos de ellas y disfrutó, creo, de una vida sexual bastante intensa y múltiple. Que cada cual le califique como quiera. En cualquier caso en su biografía hay páginas menos pavorosas como cuando en sus ediciones escribieron Hemingway o García Márquez, por ejemplo, o cuando, con su dinero, financió cine de Roman Polansky, que declaró aquello famoso e inexacto de que «el dinero no huele» para explicar la aceptación del patrocinio del universo Playboy.

Al magnate le valoro el interés de buscarse una eternidad más lujosa que la propia vida que llevó y le agradezco los tiempos juveniles en los que buscábamos sus revistas prohibidas en el Rastro madrileño para resistir aquella vida nuestra que nos devolvía el celo que nos quitaba, con bromuro, la dictadura.