Pregúntale a Google cuántas naciones había en 1800. Ahora pregúntale cuantas había en 1900 y, finalmente (aunque Google nunca se cansa; le puedes preguntar las veces que quieras porque siempre te pondrá algún anuncio en los resultados para que piques y así ganar pasta a costa de tu interés) pregúntale cuantas naciones hay ahora. Las respuestas que encuentras te remiten hacia una especie de mundo-acordeón, donde las naciones se estiran y se contraen según pasa el tiempo.

En 1800 había unas doscientas. Muchos pequeños reinos en África, Asia y en lo que hoy es Alemania, con sus principados de nombre completamente impronunciable para un hispano parlante. El siglo XIX fue el siglo del nacionalismo, tanto en sentido centrípeto (con la reunificación de los estados italianos o el nacimiento de Alemania como una nación única) como centrífugo, con la disolución del imperio español, por ejemplo. El caso es que a la pregunta sobre 1900, la respuesta es... 53. De casi 200 a 53. Una notable reducción y un montón de cambios, teniendo en cuenta que no todas las 53 estaban las 200.

¿Y cuántas naciones hay en 1900? Pues vuelven a ser unas 200, según la relación de naciones y territorios independientes de las Naciones Unidas. De hecho, 198 son miembros de pleno de derecho de dicha organización. Entra las que, por cierto, no se encuentra Suiza. ¿Y cómo se pasa de 53 a 200? Pues con tres grandes guerras y sus epígonos, básicamente

El episodio que puso en marcha la primera Gran Guerra se produjo, cómo no, por pasiones nacionalistas dentro de una península balcánica que ya había vivido dos guerras previas, y su final supuso la disolución de los imperios turcos y austrohúngaro, dando lugar a un montón de nuevas naciones. De la Segunda Guerra Mundial surgió la disolución del Imperio Británico, por exigencia de los americanos, y el enorme proceso de descolonización de África y Asia, que también provocó el nacimiento de un montón de nuevos estados-nación.

La guerra fría, que a todos los efectos podríamos considerar la tercera gran guerra mundial, pero con unos cuantos millones de muertos menos (un matiz interesante y que debe ser agradecido por los que la hemos sobrevivido), también dio lugar a sus nuevas naciones de rigor, con la disolución de la Unión Soviética en múltiples estados y el nacimiento de los nuevos estados balcánicos, fruto de la disolución de la República Federativa Yugoeslava; procesos que conllevaron sus propios cientos de miles de muertos y las limpiezas étnicas que casi siempre encontramos en este tipo de movimientos.

El caso es que todo este parto y reparto de los montes de la creación de nuevas naciones en el siglo pasado, siempre nacidas entre bombas, víctimas, odios, y bañadas generosamente en auténticos océanos de sangre (excepto, todo hay que decirlo, en el caso de la disolución pactada de la artificial República Checoslovaca), ha dejado al mundo que entra en el siglo XXI con muy poco cuerpo para destapar la caja de pandora de azuzar las emociones ajenas por nuevas independencias nacionales. Incluso naciones obvias, que no se crearon en su momento exclusivamente por el capricho estratégico de los diseñadores de mapas, como el caso de los kurdos, tienen escasísimas posibilidades de convertirse en algo parecido a una nación independiente, o al menos de ser reconocida como tal por el resto de la comunidad internacional.

Las fronteras de las nuevas naciones independientes fruto de la descolonización de África (para las que realmente se creó el concepto de autodeterminación) se quedaron congeladas en sus, en muchos casos, absurdas delimitaciones previas, hechas a mayor beneficio de las empresas que explotaban sus recursos, o por pactos realizados entre políticos ignorantes de potencias colonizadoras a miles de kilómetros. Y ahí se han quedado, poniendo juntos contra natura en un mismo país a tribus que llevaban siglos enfrentadas, o partiendo en trozos a naciones más antiguas que las de los propios colonizadores. Solo unas pocas naciones, como Sudán del Sur o Eritrea han nacido desde el final del colonialismo en África. Un número ridículo, teniendo en cuenta la absoluta arbitrariedad con la que fueron diseñadas y construidas por europeos ignorantes y sin ninguna consideración para las emociones identitarias de los colonizados.

Y no solo África. Las naciones que surgieron en Oriente Medio del derrumbe del imperio Otomano, supusieron una auténtica traición a los compromisos adquiridos por los británicos con las tribus árabes, sin cuya ayuda les hubiera sido muy complicado ganar la guerra. Fue esa traición a la palabra dada lo que motivó el cabreo y el abandono del Ejército por parte del famoso Lawrence de Arabia (ese señor tan rarito al que le gustaba mucho el desierto, la ropa amplia y montar en moto y en camello). Tampoco aquellas fronteras se movieron, excepto para la creación del Estado de Israel, causa, todo hay que decirlo, de tres cruentas guerras y origen remoto del yihadismo que tanto nos perturba en este momento.

Si lo miras bien, es injusto. Muchas de las 200 naciones que ahora existen y están reconocidas tienen en muchos casos menos fundamento histórico y entidad que muchos territorios que aspiran a tener una nacionalidad propia. Y lo digo, también, por mis amigos catalanes con aspiraciones independentistas (todos buena gente, por lo demás). Pero en este tema ya no hay justicia o equivalencias. Me temo que se quieren subir en el peor momento al tren de la creación de nuevas naciones.

El tren ha salido. Lo que impera en el mundo es una conspiración de las actuales naciones para impedir el movimiento de las fronteras establecidas. Es una conspiración que se fundamenta en los temores al estallido de nuevos conflictos y enfrentamientos con los que se han forjado las nuevas naciones del siglo XX. Es una injustas barrera impuesta a los independentistas de ahora, levantada con los cadáveres apilados de cien millones de muertos de independentistas del siglo anterior.