Cero-siete. Ese era el resultado cuando me senté a ver el partido de fútbol que disputaron hace un par de semanas las selecciones de Liechtenstein y España. Los nuestros les estaban dando un auténtico baño a los centroeuropeos. Mediaba la segunda parte y aún les caería otro gol más que, para más inri, sería en propia puerta.

El comentarista recordó que la selección de Liechtenstein ha disputado a lo largo de su historia más de un centenar de partidos internacionales, en los que su portería se ha visto perforada en más de trescientas ocasiones. Está considerado uno de los equipos más débiles del continente y lleva años sin ganar un partido y sin meter ningún gol. Es una selección semiprofesional, ya que apenas una decena de sus integrantes se gana la vida con el deporte rey y el resto se la tiene que buscar fuera del campo. El encuentro con los españoles era uno más en el que estaban condenados a perder por paliza, ya no se jugaban nada, sólo el honor. Un jugador español controlaba el balón pegado a una banda, junto a la línea de mitad del campo, muy lejos de ambas porterías y con el marcador reflejando la abultada victoria de los de Julen Lopetegui. Y uno de los atacantes rivales le presionaba como si le fuera la vida en ello, como si fuera posible la remontada, como si no estuviera todo perdido, como si él solo pudiera obrar el milagro de ganar, de remontar a la que, hoy por hoy, es para muchos la mejor selección del mundo.

Me sorprendió tanto la entrega de este futbolista, que seguí fijándome en la actitud de todos sus compañeros. No daban un balón por perdido, corrían como si fuera el primer minuto de partido, se defendían con intensidad, hacían lo que podían, jugaban lo mejor que sabían, pero no se entregaban. no se rendían, porque saben que esa es su victoria, ser dignos, dar la cara, salir del campo con la satisfacción que da el deber cumplido. Así, se podrá decir que la selección de este país de nombre impronunciable pierde todos sus partidos, pero no que sean unos perdedores.

Unos días antes, Fernando Alonso circulaba en la decimoquinta posición en la disputa del Gran Premio de Monza. El piloto asturiano lleva años apartado del podio, de los éxitos que le llevaron a ganar dos veces el campeonato del mundo y condenado a los puestos de atrás de la parrilla. Este año cuenta sus carreras por abandonos, provocados por los problemas técnicos de su coche. Su mala suerte y las continuas averías de su fórmula uno son objeto de continuas burlas y memes en las redes sociales. Año tras año, inicia la competición con la esperanza de que esa vez sí, de que podrá optar a luchar por subir de nuevo al podio, pero cada año, la decepción es mayor que el anterior. Algunos incluso lo señalan como el gafe o hasta como el causante del fracaso de las grandes escuderías históricas por las que ficha. Ese domingo, cuando iba en ese decimoquinto puesto y se veía superado por un contrincante mucho menos mediáticco que él, no se resignó. Se cabreó, se enfadó y, a través de la radio, exigió a su equipo que reclamara a los jueces de la carrera, porque el otro piloto le había pasado en una maniobra ilegal por fuera de la chicane. La sanción que le impusieron fue insignificante y la carrera continuó. Ya más avanzada, Alonso apenas lograba avanzar posiciones, volvía a tener problemas técnicos, pero se mantenía en pista. De repente, preguntó a su equipo por dónde iba el piloto que hacía ya un rato le había rebasado, quería alcanzarle, quería rebasarle, quería devolverle la pasada. «Se ha retirado», le informaron por la radio. Y Alonso siguió apretando el acelerador y los dientes en una nueva batalla contra sí mismo. Porque lleva años perdiendo, pero tampoco es un perdedor.

A golpe de sacrificio, de esfuerzo, de trabajo, de horas de entrenamiento y de una voluntad de hierro, Rafa Nadal ha vuelto a ser el número uno del tenis mundial. Las lesiones y sus circunstancias personales le apartaron durante bastante tiempo de las victorias, de los trofeos, pero nunca dio su carrera por terminada, siguió mejorando su saque y su concentración en la pista. Siguió dispuntando todas las bolas hasta donde era capaz. Siguió compitiendo, aunque la fortuna se hubiera olvidado de él. Muchos pensamos que nunca más saborearía las mieles del triunfo, que tardaríamos mucho tiempo en contar con otro deportista como él. No sabíamos que Nadal puede perder, pero nunca falla, nunca defrauda y así siempre gana.

El resultado siempre es importante, pero el éxito no es siempre imponerse al otro. Los carthagineses llevan 28 años, tantos como llevamos celebrando estas fiestas históricas, perdiendo la gran batalla por la conquista de Qart Hadast. La historia les obliga a doblar la rodilla ante los romanos. Sin embargo, ambos bandos saben que en esta guerra festiva no hay vencedores ni vencidos y que tanto las tropas como las legiones tienen que luchar año tras año por la que será su gran victoria: conseguir que toda la ciudad se vuelque con ellos, que cada vez sean más los que se sumen a sus fastos, contemplen sus desfiles e invadan el campamento. Llevan casi tres décadas peleando por este objetivo, con decepciones y alegrías, pero no se cansan de batallar, conscientes de que los rivales pueden ser tus mejores aliados, quienes te empujan a la superación.

Y así, juntos, empujando en la misma dirección, nadie pierde, nunca hay vencidos. Ganamos todos, aunque a algunos, en algún lugar, les cueste entenderlo.