«Soy diferente». Eso es lo que está de moda hoy en día, ´ser diferente´. Ves el programa First Dates y de repente llega un tío que se sienta frente a Sobera y le dice: «Yo es que soy diferente». Y, al final, te enteras de que su diferencia radica en que tiene la espalda cubierta por un tatuaje y un piercing en el escroto, como si entre los 7.000 millones de personas que habitamos la tierra no hubiese nadie más con la espalda llena de tatuajes y un piercing en los huevos.

Pero la gente quiere ser diferente. «Yo soy diferente», dice una chica, «me encanta pasarlo bien, reírme, estar de cachondeo», como si al resto de la humanidad le gustase pasarlo mal, llorar y clavarse palillos en las uñas. Pero la gente quiere ser diferente, distinguirse, creerse especial, no por nada, sino por el exterior, por la fachada, por el enlucido, ya sea gracias a una docena de tatuajes, a unas ropas estrafalarias o a la cantidad de metal incrustado en el cuerpo.

Ser diferente mola. Eso sí, ser diferente mola cuando se es minoría. Cuando se es minoría, ser diferente es genial. Vas por la calle con tus piercings en los pezones y las nalgas al aire por encima de unos pantalones cagones y lo petas. La gente te mira y te crees alguien. Sigues siendo el mismo paleto lleno de complejos de siempre, pero bajo tu tupé de vértigo o con tu lengua partida en dos a modo de serpiente pareces menos gilipollas. «Cuando salgo por la calle», dice otro fiera, «las viejas me miran asustadas». Y uno piensa: joder, tío, vaya mérito el tuyo, solo por eso merecerías una beca Fulbright. Me río yo de Fleming y su estúpida penicilina.

Como digo, ser diferente mola. Pero ser diferente también tiene un tope: cuando ser diferente se convierte en mayoría, ya no tiene valor, porque el diferente ya es el otro. Hace varios años, por ejemplo, el diferente era el tatuado, el que vestía de cuero, el que llevaba un fular y anillos en todos los dedos. Ese era el rebelde, el que rompía las normas, el que tenía que enfrentarse a sus padres y su familia para poder ponerse un pendiente en la oreja como Maradona. «A ver si ahora te vas a creer tú Maradona», te decía tu madre mientras te servía un plato de lentejas.

Hoy en día, en cambio, el diferente ya no es el tatuado, sino el que no lleva un duende de enormes proporciones pintado en el culo. Un tatuaje, por cierto, que en la mayoría de las ocasiones se lo han pagado sus padres. Así de rebeldes son los ´diferentes´ de hoy en día.

Ser diferentes también va unido a ser ´el alma de la fiesta´. No hay nadie que sea diferente que sea aburrido. «Es que yo soy la caña», le dice un tipo al pobre de Sobera, que lo mira con cara de resignación. «Allí donde voy, se monta la fiesta»; soy súper divertido»; «nadie se aburre a mi lado», dicen.

Estoy con unos buenos amigos en un pub y a nuestro lado se sientan varias mujeres que vienen de despedida de soltera, con sus penes en la cabeza y toda esa parafernalia. Están de despedida, pero bien podrían venir de un entierro, porque tienen cara de aburrimiento. Entonces alguien grita selfie y todas sonríen como si la vida les fuese en ello. Las risas apenas duran un par de segundos. Sin duda, también ellas son diferentes.

Lo malo es que las diferencias de hoy en día están solo en el exterior, en la pose, no en el alma. Por eso, la gente demuestra que es diferente sonriendo a carcajadas en Facebook o mostrando cuerpazo de verano en Instagram, mientras por dentro se están muriendo lentamente de pura vulgaridad.