Decía el escritor israelí Amos Oz en una entrevista reciente que en los últimos 4.000 años no se ha producido ningún cambio en la naturaleza humana. Los instintos, los ideales, el poder de la voluntad, la fuerza de los sentimientos, las ambiciones, las inseguridades o las debilidades del carácter no han variado y lo que sigue caracterizando a las personas es su perplejidad ante las dificultades del simple hecho de vivir y, por supuesto, su miedo a morir sin haber hecho gran cosa. «Las personas no siempre se cuentan a ellos mismos lo que realmente quieren. Lo que dicen que quieren no es siempre lo que realmente quieren. Incluso lo que piensan que quieren no siempre es lo que quieren». ¿Y a qué nos conduce esto? Pues a que estamos todos hechos un lío y así vivimos. Y así va el mundo.

Lo raro es que todavía estemos en pie y sigamos comprando periódicos, o quizá es eso lo que nos mantiene despiertos: la curiosidad por lo que todavía puede ocurrir, el derecho a experimentar por uno mismo lo que otros ya vivieron con la esperanza de que esta vez salga un poco mejor, aunque sospechemos que no descubriremos nada, como no sea una nueva forma de fracasar o, si somos optimistas, una nueva ocurrencia que nos permita ganar algo de tiempo. ¡Pero qué difícil se hace conservar el optimismo! Este domingo visité la exposición de Telefónica en el Palacio Almudí y frente a un cuadro enorme y sombrío de Antoni Tapies me preguntaba ¿es esto el mundo? ¿entre estos escombros vivimos? Y si fuera así ¿esto es todo lo que tenemos que decir? ¿Esto es lo que vemos?

Vivimos desorientados y somos débiles, es verdad, pero es el pesimismo y la resignación lo que nos hace vulnerables ante quienes no dudan en imponer su visión de las cosas por la fuerza. Esos son los que estropean el mundo. Lo hemos visto tantas veces a lo largo de la historia y ahora lo estamos viendo en nuestra propia casa. Los mismos fanáticos de siempre con nuevos rostros y nuevas banderas. Tan desorientados como nosotros, pero dispuestos a arrastrar al mundo con su ceguera. Son tan fáciles de reconocer como difíciles de combatir: tienen la fuerza de la multitud y sus primeras víctimas son aquellos que tienen más cerca, a quienes coaccionan para que cambien, moldeando su pensamiento. Y cuando no lo consiguen les llaman traidores.