Hace unos días participé en la celebración de las bodas de plata sacerdotales de un amigo, un acontecimiento que congregó a centenares de personas; sí, digo bien, centenares- que han pasado por su vida. Con especial intensidad por parte de quienes nos hemos asomamos en algún instante de sus veinticinco años como cura, testigos de que ha destilado un sincero e intenso ´olor a oveja´ por la implicación en todas y cada una de las tareas que ha desarrollado en su ministerio. Eché en falta, sin embargo, que entre quienes compartimos esta alegre fiesta, con misa y cena, no hubiera más compañeros sacerdotes y, entre estos, algún miembro de la curia diocesana. Tenía la misma sensación experimentada en comidas y cenas de jubilación de colegas de trabajo o acontecimientos similares.

La experiencia profesional en diferentes organizaciones a lo largo de treinta años, así como las vivencias como ciudadano en entidades de carácter más o menos voluntario (partidos políticos, sindicatos, asociaciones vecinales, culturales, de madres y padres de alumnos€) me lleva a constatar un rasgo que es prácticamente común en ellas: su falta de humanidad con quienes han entregado gran parte de su vida a realizar su labor en ellas. Hablo de la ausencia a la hora de reconocer el trabajo desempeñado por quienes forman parte de ellas, de gestos de cariño, de una palabra de agradecimiento.

Hablo de periodistas despedidos, prejubilados o invitados a marcharse porque son un engorro para sus empresas... y si te he visto no me acuerdo. Entiéndase engorro en un doble sentido: o cuestan más que varios becarios o jóvenes periodistas precarios, por una parte, o son difícilmente manipulables por quienes ocupan puestos en sus empresas o bien no son dóciles ante los poderes políticos, económicos o empresariales.

También de sacerdotes, religiosas y religiosos, o seglares comprometidos en tareas parroquiales o diocesanas€ a los que se les dice adiós, muy buenas, sin reconocer y valorar su tiempo de entrega a los otros. Y todo porque ya no son rentables para ello, porque han alcanzado la vejez o son incómodos ante quienes ocupan puestos de responsabilidad, sin querer saber que a lo mejor éstos recibirán la misma medicina.

Empleados públicos que han entregado lo mejor de su tiempo, de sus conocimientos, de sus energías y capacidades en favor del servicio público y el bien común€ y a quienes solo les queda (en el mejor de los casos) una comida de jubilación con sus compañeros más cercanos y que no son receptores del más mínimo gesto de afecto por parte de la administración para la que han trabajado. Igualmente de quienes han ostentado un puesto en concejalías, alcaldías, sindicatos y organizaciones varias, como aquellas implicadas en los problemas vecinales, educativos, de familiares de enfermos€ O simplemente personas trabajadoras que han entregado a sus empresas toda la rentabilidad de la que eran capaces de aportar y han salido casi por la puerta de atrás.

¿Por qué esa falta de humanidad? ¿Somos verdaderamente así los individuos o son las organizaciones las que contaminan el mundo de los afectos y de los agradecimientos hasta causar esa desafección con quienes conviven en ellas? ¿Quiénes serían las personas que tendrían que llevar la iniciativa? Sinceramente creo que no cuesta tanto gestionar las emociones para ser capaces de mostrar una sonrisa, una mirada tierna o un beso€ y que estos gestos se extiendan y propaguen como la pólvora para inundar las estructuras más profundas de la organización. Estoy seguro que entonces llegará el principio del cambio.