Juan se puede quedar ciego, se está quedando ciego. Padece una grave enfermedad hereditaria y degenerativa, de esas de nombre raro que hay que repetir varias veces cuando alguien se interesa por ella. Su agudeza visual es prácticamente nula y su campo de visión se ha reducido hasta bautizarlo con el explícito nombre de ´cañón de escopeta´. Tiene ceguera nocturna y más de una vez se ha encontrado en el apuro de explicarle a alguien que en una calle se defiende, pero, al girar la esquina, no ve ni un pimiento. Actualmente, aunque hay múltiples líneas de investigación en marcha, no existe tratamiento que cure o frene el avance del deterioro de las retinas de Juan. Pese a todo, asistía a sus revisiones periódicas para comprobar el estado en que se encuentra en cada momento y por si surge alguna novedad que le facilite su día a día. La otra mañana acudió al hospital de Santa Lucía y comprobó, con gran pesar y una elevada dosis de indignación, que la burocracia en la que nos hemos imbuido nosotros solitos no entiende de enfermedades raras, de degeneración ni de batallas contrarreloj, alimentadas por la esperanza que nunca pierde, que le animan a no rendirse nunca, por mucho que este sistema que hemos creado le invite a hacerlo.

Se percató de que nuestra sanidad puede ser pública, pero no asiste al público, al menos no en esa ocasión. Porque no somos personas las que pedimos cita, las que vamos cargadas de volantes y otros papeles con los que nos mandan de una ventanilla a otra, de un lado para otro, las que atraviesan por dificultades por enfermedad, las que viven auténticas tragedias por su deficitaria salud. Para nuestra sanidad, y menos mal que es una de las mejores del mundo, o eso nos dicen, sólo somos una combinación de números, que te permiten seguir adelante con tus revisiones o que te condenan a empezar de cero, como si nadie en el hospital supiera de tus antecedentes médicos, pese a que se hallan perfectamente organizados e informatizados y al alcance de una tecla, de un simple clic, o quizás de dos.

Gracias a Dios, a Juan no le va la vida en ello, la vista sí, pero la vida no. No puede evitar pensar en cómo se debe sentir un enfermo de cáncer, de alzheimer o de cualquier otra enfermedad en la que el tiempo es más oro que nunca cuando se topan con esta red burocrática que nos ha atrapado, que nos ha deshumanizado, que nos ha hecho ver cifras en lugar de rostros cuando atendemos a las personas.

Lo peor es que ese día, en el hospital de Santa Lucía, la auxiliar que rebuscaba una excusa tras otra ante la incomprensión y la incredulidad de Juan, lo miraba con cierta empatía, como si quisiera ayudarle, pero no podía, las normas, el protocolo, el procedimiento habitual, la burocracia se lo impedían. Se giró y se fue. A empezar de cero para garantizar las revisiones periódicas que se han visto interrumpidas tras una operación fallida por la maldita burocracia y que le obligan a empezar desde el principio. «Vamos a atención al paciente», le animó su mujer con un evidente cabreo a cuestas. «¿Para qué? Sólo es más burocracia», respondió él. Pese a todo, a Juan le consoló que, en otras ocasiones, se ha tropezado con gente que ha afrontado la situación y la ha solucionado respetando las normas, pero sin dejar que éstas le impidan desarrollar su función principal, atender a los pacientes como lo que son, personas.

Al salir del complejo hospitalario, Juan se preguntó cuántas personas, con dolencias más o menos graves, se habrían marchado del Santa Lucía ese día tan molestos e indignados como él, sin poder resolver su problema, cuántas se fueron del mismo modo el día anterior y cuántas se irían igual el día siguiente, y el siguiente... Lo que le llevó a pensar lo ingenuos que somos, porque nos dejamos distraer con problemas, pulsos, disputas y broncas que ni nos van ni nos vienen, que sólo les interesan a quienes las protagonizan, pero que a nosotros sólo nos entretienen, sólo sirven para que nos olvidemos de nuestros propios problemas, de lo que realmente nos apremia, de lo que tendrían que ser nuestras preocupaciones y ocupaciones reales.

A Juan le cuesta cada vez más creer en los políticos, porque considera que cada paso que dan y cada decisión que toman están encaminados más a alcanzar sus propios objetivos, sus propios intereses y, sobre todo, sus votos, que al bien de todos los ciudadanos, por mucho que unos y otros se llenen la boca al proclamar que todo lo que hacen es por nosotros. A Juan le cuesta cada vez más sentirse representado por sus dirigentes, empecinados en desprestigiar a sus rivales en potencia en los próximos comicios, preocupados por su propio bienestar, por su victoria. Como tampoco se siente representado por los cuatro, cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil incivilizados incapaces de respetar el esfuerzo y dedicación que miles de festeros, vecinos suyos, entregan año tras año con generosidad a su ciudad. Por esos que se sienten legitimados para boicotear pregones por el simple hecho de que no les gusta el pregonero elegido, sin importarles el perjuicio que le hacen a una tierra a la que tanto dicen amar, pero a la que no dejan de herir.

A Juan le importa poco si Cartagena tiene un alcalde o una alcaldesa, ni quién lanza arengas y vivas con más o menos pasión. Juan es feliz cuando sus problemas, los de sus seres queridos, los de sus vecinos, los de aquellos que se cruza a diario y saluda sin ni siquiera conocer su nombre se solucionan. Y eso es lo que le pide a su alcalde o alcaldesa, a los concejales sean del signo que sean, a quienes trabajan al servicio de los ciudadanos, que no olviden que su vocación es, debería ser, precisamente, servir a las personas, no a los números, a las estadísticas, las encuestas ni los votos.