Escapo como puedo del estruendo aguileño, verdadera seña de identidad de un pueblo siempre amenazado por el toque cutre y tercermundista, pero me llevo tarea y muy próximos regresos, que está la tierra fatal, más incluso que nunca, que ya es decir. Preparaba unas lecciones sobre filosofía de la historia para mis alumnos guatemaltecos, con la dicotomía progreso/decadencia y sus variaciones desde la Ilustración y el Romanticismo; y pensaba en la crisis ecológica, que aniquila no sólo la, por otra parte, malparada idea de progreso, sino también la propia creencia en un sentido racional de la historia. Y me las veía y deseaba sufriendo el bombardeo sónico de esa tribu en expansión y maleducada (iba a decir descerebrada: me habría quedado más a gusto) que se divierte exportando al prójimo desde el coche el castigo de una música insoportable, a cualquier hora del día o la noche; pero contra la que nada se opone. Recordaba yo mi columna Historias de sonómetros de hace 25 años (LA OPINIÓN, 21 de agosto de 1992), en la que decía que «la realidad es que los motoristas de Águilas hacen lo que les da la gana, exhiben con insolencia su terrible poder castigador y se chulean de la norma y del personal (civil o uniformado)». Hoy a esos alevines de terroristas se han añadido los maduros exportadores de música puñetera y agresiva; que es que los tiempos adelantan que es una barbaridad.

Así que mi desolación histórica ha ido en aumento, viendo que ni concejales ni policías locales se toman en serio nunca (óiganme: nunca) el matonismo urbano motorizado. Hay que reconocer que, aunque esta plaga la tenemos en toda España, en los pueblos del Mediterráneo esto del rastro ensordecedor, de variopintas formas, sigue tomándose por indicador de prestigio, de poderío y de modernidad. Pues, venga.

Me voy con la triste constatación de la pérdida definitiva de la playa del Paseo de Parra, que ya no resiste ni los más leves levantes, comida por la erosión, que a su vez es consecuencia de la elevación del nivel del mar que induce el cambio climático. Y no es porque sea mi playa, pero no me consuela nada de nada que las ilusiones municipales estén ahora en el proyecto de regeneración de la playa de la Cola, mala de siempre, a siete kilómetros de Águilas.

No me he querido perder un paseo marinero por el Mar Menor, principal frente de combate en estos tiempos, en compañía de muy buena gente, que me enseña y con la que me alío contra el espectáculo diario de dimes y diretes. De toda la vida, las decisiones para no hacer nada serio ante un problema escabroso han sido montar una comisión y encargar un estudio. En Murcia (ingenio y originalidad obligan) se ha añadido el nombramiento de un director general cuyo objeto de preocupación y gestión carece de delimitación precisa, no solo geográfica, sino jurídica y hasta política: un engendro, vaya. Además, sus instrucciones deben ser las de un cero a la izquierda, a juzgar por su irrelevancia, así que la farsa se redondea. Para no creer en nada de eso a mí me basta la experiencia, y a los que no, con observar al presidente López Miras, al consejero Celdrán y al director Luengo debieran tener suficiente.

Que conste en acta: giro mi primera invitación a que al menos los ecologistas abandonen ese Comité de Asesoramiento Científico y se dediquen a lo que les es propio: a vigilar, criticar y denunciar, labores todas ellas de la más alta calidad social y moral. E incluyo a los de ANSE, que debieran devolver, en consecuencia, la millonada con que se les ha integrado en el paripé para realizar lo que los ecologistas no deben hacer nunca: parches y distracciones, muy en contradicción con su vocación esencial, que es atacar las causas directas e indirectas de los problemas de degradación ambiental, que nunca son (a ver si se enteran) filtros o chimeneas.

Más sobre el Mar Menor: me obligo a leerme bien la sentencia de la titular del Juzgado de Instrucción nº 2 de Cartagena quien, a petición de las organizaciones vecinales, ha denegado ciertas e importantes medidas cautelares en vistas a la protección de la albufera, por entender que «conllevarían consecuencias de una magnitud que excede?», asustándose de su propio poder y capacidad y (lo que es más trascendente) abriendo la habitual, e inane, vía a la exculpación de hecho del principal y más agresivo culpable de la situación actual, los vertidos agrícolas, con el expediente de citar otros contaminantes con los que confluyen. Por esa vía, tan transitada por jueces y sentencias dada la convivencia de agentes degradantes en gran parte de los conflictos ambientales, nunca se determinarán las responsabilidades penales de culpables directos, precisos y funcionales de los hechos que se contemplan.

En un país en el que nadie (políticos, economistas, banqueros, empresarios, futbolistas) saben nada ni se hacen responsables de nada, no iban a desentonar nuestros agricultores marmenorenses: lo de los vertidos de salmuera (que persisten, pese a todo) no es cosa de ellos, no saben nada, que busquen a otros. Estupendo.

Y por rematar con el Mar Menor, me referiré al arrebato de pudor habido en el ayuntamiento de San Pedro del Pinatar, prohibiendo desnudos playeros y otras expresiones de salud física y moral. Me ha chocado que nadie recordara que en 1979 otra reacción parecida, esta vez popular, impidió que una empresa naturista holandesa se hiciera con parte del Coto de las Palomas, en el espacio salinero, para montar una urbanización nudista; y que los ecologistas hicimos causa común con el escrúpulo generalizado para mandar a los holandeses a su casa. (Son cosas que hay que hacer.)

Fiel a la historia ecologista, rememoraré que el 2 de septiembre de 1977, hace ahora cuarenta años, creamos el Grupo Ecologista Mediterráneo iniciando una intensísima lucha por el litoral de Murcia y Almería. Constituido a la sombra de Cabo Cope, sus fundadores quisimos anunciar y advertir que esa zona y sus valores eran sagrados, generando un espíritu que se prolonga y fortalece. Contemplando los acontecimientos posteriores (proyectos enloquecidos, agresiones indecentes) y el balance más bien positivo de una lucha desigual, diremos que se va haciendo honor al 'juramento'.