La palabra es un instrumento de comunicación de valor incalculable. Pero no siempre el lenguaje cumple con este fin de transmitir información, sino que se convierte en una pieza retórica con otros fines, que son los de agradar, alegrar, molestar, herir, engañar, distraer, etc. Y en otras muchas ocasiones, el hablar es un ejercicio vacío, un flatus vocis que, aunque tenga una intención definida, aburre por lo confuso del contenido o su falta de interés para el destinatario. Entonces el noble ejercicio del hablar y su retórica para transmitir bien lo que se quiere decir se degrada en una retólica, en una repalandoria: un discurso largo, difuso, enojoso e inoportuno, que se pierde en rodeos y en ambages, en un cuento de nunca acabar que no tiene fin. El diccionario no hizo caso a retólica ni a repalandoria y la voz popular, que antes las manejaba, prácticamente las ha olvidado, porque prefiere sermón, monserga, cuento, matraca, tabarra, paliza o coñazo, entre otras alternativas. Pero algunos sí echamos de menos su eficaz retrato de la gramática parda de la cháchara popular. Aunque basta ya de repalandorias y retólicas.