Don Antonio era un hombre que, cada vez que se enfadaba con su familia, cogía la maleta, se colocaba el sombrero en la cabeza y amenazaba con marcharse «al Brasil» para nunca volver, provocando así los sollozos de su esposa e hijos, que siempre se asustaban ante la posibilidad de perder al cabeza de familia. Decidido, cerraba con un golpe brusco la puerta y emprendía la aventura, dispuesto a desaparecer para siempre, a volar solo el resto de sus días. No obstante, el viaje concluía a la vuelta de la esquina, a escasos metros del hogar que dejaba, donde se encontraba con un vecino que calmaba sus ansias de libertad. «Don Antonio, no se vaya usted al Brasil, que eso está muy lejos y aquí se vive bien». Entonces reflexionaba, le temblaban las piernas y volvía a casa, avisando a su familia de que, al siguiente disgusto, su fuga sería definitiva. Pese a que repitió estos amagos varias veces más, este hombre murió en su cama sin cruzar nunca el Atlántico. Como don Antonio, una parte importante de Cataluña tiene las maletas preparadas para irse para siempre, enfadada por el desprecio económico y cultural que, según creen, le dedica esta familia llamada España. Con el agravante de que se quiere llevar con ella, contra su voluntad, a la otra parte, no menos importante, que sí se encuentra a gusto en casa. No me atrevo a aventurar cómo acabará el problema catalán. Sinceramente, siento la pena que sentían los hijos de don Antonio cuando veían salir a su padre. Solo espero que, como a aquél, aparezca alguien capaz de convencerlos de que, tal y como está el mundo, en ningún lugar está uno como en su casa.