Bendito lunes, bendito trabajo y benditos colegios. Ya han terminado las vacaciones de verano para la mayoría y me reitero en que lo mejor de viajar es volver a casa.

Huyendo de nuestra rutina nos metemos de lleno en otras más pegajosas y espesas: las de la playa, el gentío o el trasiego mochilero de carreteras y aeropuertos. Queremos abandonar hábitos acumulados durante el año para derivar en otros que nos devuelven a nuestro estado más primitivo: pasearse en paños menores y con menos comodidades que en el propio hogar. Qué contradictorios somos.

Según se cumplen años uno empieza a soñar, a los diez días de disfrutar de paseos marítimos, arena y señoras con sombrerito, con la vuelta al hogar, a tus muebles, tu sofá y tus gestos cotidianos. Ya lo dijo el gran poeta de Santomera, Julián Andúgar: «Si escribo casa digo que es la mía...».

Lo normal es lo extraordinario, pero no queremos darnos cuenta. Salimos corriendo del domicilio habitual buscando el maná para, una vez sufrido el descanso estival, refugiarnos otra vez en el nido, de donde quizá nunca debimos salir.

Por fin ha pasado agosto, y no nos engañemos: el año empieza ahora con nuevos propósitos como la vuelta al gimnasio, la dieta para paliar los excesos del chiringuito o las clases de inglés.

Y, como cada septiembre, los periódicos y las editoriales nos brindarán otra vez la posibilidad de desarrollar nuestra reprimida faceta del coleccionismo, con nuevos fascículos de casitas de muñecas, mitología clásica, tricot o Fórmula 1. Ea, ya estamos todas.