Aunque eran más que los mandamientos de la ley de Dios, por estos parajes se resumían, como aquellos, en dos: el melón de agua, que con fruición se degustaba fresquito durante el verano en gruesas y sabrosas tajadas, y los melones de año, más tardíos y, sobre todo, más duraderos, a los que se fajaba con unos arneses de cuerda de esparto para suspenderlos de las cañas colgadas en el techo de cámaras y desvanes, junto a granadas, longanizas, morcillas y morcones, para que se airearan y no se pudrieran en contacto con el suelo. Por aquí nadie sabía por aquel entonces que esta denominación de melón de agua era de valor casi universal, ya que nos ponía a la par del water melon con el que, oh coincidencia, se le llamaba en la lengua de Shakespeare, de lo que nos enteraríamos mucho más tarde. Quién podría pensar entonces que en unos años la perifrástica denominación quedaría arrumbada por el acoso del foráneo sandía, que propalaban comerciantes al por mayor y turistas venidos de fuera. Así que resultaba también ocioso llamar al otro melón de año.