Que personalmente muy duro contemplar el pasado miércoles por la noche la imagen del conseller de Sanidad de Catalunya, Toni Comín, estampando su firma en la ley de convocatoria del referéndum, bajo la mirada atenta del presidente, Carlos Puigdemont. Máxime cuando durante años he compartido con él los principios del grupo de Cristianos Socialistas que, entre otros, van de la mano de la solidaridad, la justicia, el bien común y el compromiso con los más débiles. Principios que, amén de que se haya quebrantado la legalidad constitucional, no tienen apenas que ver con la división y el enfrentamiento interterritorial que con la apuesta social por corregir las desigualdades y hacer de la política el noble arte de resolver los asuntos de la ciudadanía.

No es serio ni democrático lo ocurrido esa noche en el Parlament de Catalunya: la aprobación, con el apoyo de Junts pel Sí (JxSí) y de la CUP, de la ley del referéndum, y un día después, el jueves, la fundacional de la república y de transitoriedad jurídica. Todo ello con procedimientos que se saltaron las garantías del propio Parlament y de los usos parlamentarios de las democracias avanzadas.

Los errores acumulados en los últimos diez años han sido muchos y de muchos. Fue fatal el recurso de inconstitucionalidad del PP al Estatut. Fue miope la falta de visión sobre la necesidad de un gobierno estatutario pactado por Montilla y Mas. Fue letal la sentencia de inconstitucionalidad a un Estatut aprobado por los parlamentos y por el pueblo catalán. Fue un desacierto de origen la unilateralidad en el planteamiento del referéndum. Y ha sido un desastre la lectura que JxSí hizo de un resultado electoral que, siendo plebiscitario, les dio una débil mayoría parlamentaria ante una mayoría justa de votos en contra. En lugar de replantear la estrategia hacia la búsqueda de pactos, la radicalizó, más aún por su necesidad de la CUP.

Pero ya tiene poco sentido volver a esos errores, así como esperar que la apelación buenista al diálogo pueda salvarnos del choque frontal. Sólo será posible recomenzar cuando el nacionalismo catalán fracase en su intento y cuando el nacionalismo español esté dispuesto a un nuevo enfoque que reconozca la plurinacionalidad y la singularidad de Catalunya.

Lo sucedido esta semana ha desencadenado la fase crítica de este conflicto. No hay marcha atrás. Será máximo el tensionamiento hasta el 1 de octubre. Entraremos en una compleja madeja de legitimidades jurídicas. Y la clave va a ser la movilización ciudadana. Si es una movilización parable o imparable. Votos habrá. Sin garantía ninguna. Y seguramente habrá intervención de las Fuerzas de Seguridad del Estado. ¿Después qué? O independencia de facto, para lo que creo que el independentismo no tiene fuerza social ni política suficientes, o elecciones anticipadas. O, un tercer escenario: un empantanamiento jurídico que prorrogue el pulso.

Es un hecho que Catalunya tiene un vacío constitucional. Sólo será posible retomar las cosas con una reforma constitucional, pero me temo que tras este incendio va a hacer falta mucho tiempo para regenerar las condiciones que permitan restablecer un nuevo pacto constitucional suficientemente conforme a las exigencias catalanas.

Todo ello, eso sí, teniendo en cuenta que la iniciativa política está muy condicionada por quiénes son los que asumen la responsabilidad de liderarla. ¿Estarán a la altura de las circunstancias?