Le tengo un cierto afecto a los parlamentos, esos sitios donde se sientan los representantes de los ciudadanos para crear leyes, controlar al gobierno y discutir temas más o menos interesantes para los que estamos fuera. Mejorando lo presente, conozco bien el tema, porque además de haber estado en varias ocasiones en el Congreso de los Diputados (un sitio muy impresionante al que hay que ir al menos una vez en la vida; se lo recomiendo) y en el Senado (la biblioteca más bonita que he visto) colaboré intensamente en el nacimiento de nuestra Asamblea Regional (un día les voy a contar a ustedes cómo fue aquella colaboración, a ver qué les parece) y me he pasado en nuestro parlamento decenas y decenas de horas escuchando a sus señorías para escribir aquí y en otros sitios crónicas parlamentarias, imitando a Azorín, y a otros cronistas, británicos ellos, que le echaban mucho cachondeo a sus escritos.

He conocido a todos los presidentes de la Asamblea: Carlos Collado, Manuel Tera, Francisco Celdrán, Miguel Navarro, etc. y a la actual, Rosa Peñalver, la mujer que ejerce el cargo en este momento. Los presidentes pertenecen a un partido pero, en general, tratan de ser lo más ecuánimes posible, aunque a menudo se les ve el plumero. Con esto quiero decir que en algunas ocasiones el presidente se muestra más magnánimo y comprensivo con sus compañeros que con los que militan en otros partidos, pero trata de disimularlo, y los demás le afean su conducta, aunque respetuosamente, porque el respeto parlamentario es un valor que no se puede perder y muchos, casi todos, lo saben.

En estos sitios todo el mundo tiene un papel y ha de desarrollarlo con toda atención para que lo que salga de allí pueda funcionar. Por ejemplo, el secretario o secretaria general del Parlamento tiene que vigilar que lo que se está tratando se ajuste a la ley y debe advertir de inmediato al presidente si se produce alguna desviación. Si después de su aviso no se le hace caso, el secretario lo hará constar y raramente el tema podrá salir adelante.

Les hablo hoy de todo esto porque el miércoles tuve la osadía de ver en televisión la mayor parte del pleno del parlamento de Cataluña y puedo decirles que pocas veces en mi vida me he sentido más avergonzado. Todo fue un disparate por el fondo de lo que se estaba tratando, pero aún fueron peores las formas por lo que suponen de negación de todo lo que es un parlamento.

La actuación de la presidenta, Carmen Forcadell, fue absolutamente de pena. Daba la impresión de que alguien le hubiera ordenado antes de comenzar: «esto tiene que salir adelante, por las buenas o por las malas», y ella se hubiera propuesto que así fuera por más situaciones inadmisibles que se dieran. En realidad, la responsable absoluta de lo que ocurrió allí es la presidenta. Los independentistas intentaron vender su película aprovechando que tienen una mayoría, pero, al ser una ilegalidad manifiesta, nunca debió ser votada, porque la mesa, con su presidenta al frente, debió impedirlo.

Lo cierto es que la suerte está echada. Esto comenzó hace ya años, con el tema del Estatut, y ha continuado poniéndose cada vez peor gracias a la inoperancia de nuestros políticos, de los unos y de los otros, que no han sabido sentarse a hablar, a buscar una solución, un acuerdo que cubriera los sentimientos de los independentistas y las obligaciones del gobierno de la nación.

Ahora a ver qué se les ocurre para evitar ´el choque de trenes´ que ya no está por llegar, que está aquí, con sus locomotoras a toda velocidad, con el montón de vagones en los que vamos sentados los ciudadanos y con estos maquinistas que solo miran hacia las vías, con los ojos clavados en los raíles, y no levantan los ojos a lo que se les viene por enfrente.