No les hablaré del hurgón o hurgañero, ese instrumento de hierro con el que muchos hemos atizado el fuego (conocido en otros sitios como lumbre), aunque no supiéramos su nombre, sino que quería presentarles a su hermano mayor, llamado por estos pagos jurgañero, como derivación lógica y aspirada de hurgar, que aún puede verse en algún anacrónico ajuar doméstico. El día del amasijo la tarea más penosa era caldear el horno alimentándolo de buena provisión de leña (cargas de matorral y de bojas, jorros de ramas de olivo o de almendro€) que ardía en aquella fragua infernal, atizada por el jurgañero con el que se manipulaba y se atizaba el fuego: una caña o un palo muy largos, no necesariamente rectos y, a ser posible, rematados en un raigón semejante a una cabeza, que servía para enganchar y remover mejor ramas y rescoldos, y todo ennegrecido como una imagen disforme del tridente luciferino. Un jurgañero que se podía tomar también como imagen con que catalogar al mozo tierno, pero muy crecido y desgarbado, al que, sorprendidos por su estirón imprevisto, alabábamos diciendo de él que estaba hecho un jurgañero.