Como la pescadilla que se muerde la cola, el fin del homo sapiens, si todavía queda alguno, será volver al mar en forma de pez. Nos sumergiremos en la oscuridad, si es posible superar la que padece un mundo enganchado a la red de la postverdad. Perderemos las extremidades -que tanto juego dan en las tertulias postatentado- y a rastras, como ya se mueve la mayoría tenga nómina o no, daremos el último paso hacia el fondo. Bajo el agua, ya no habrá más móvil que la pervivencia de la especie, afanándonos en crear bancos de pececillos como única inversión de futuro.

Lejos quedarán otros bancos, como los del agua u otros supuestamente más sólidos, que permitieron la supervivencia en una tierra ya convertida en un desierto que ardía por sus puntas, como las que se propagaba desde el sureste español. Los laboratorios alimentarios a los últimos de la especie humana, que mantuvo su primacía a pesar de la revolución robótica. Tras unos siglos donde el gen del emprendedurismo alumbró el tercer sexo, aquel que se lo hacía todo a uno mismo en los más diferentes e innovadoras posturas, los hombres y las mujeres se convirtieron en residuos sin fecha de caducidad merced a los implantes y trasplantes que los mantenían como reliquias del pasado.

A la hora de la ya obligada siesta, el canal único del trasnochado televisor mantenía los documentales que revivían paisajes ya imposibles. Aquel que fuera capaz de mantener los ojos abiertos ganaba los únicos minutos de desconexión permitidos, pues el Gran Hermano ocupaba todas las retinas y mentes. Hasta de Google se había borrado cualquier referencia etimológica y política de la democracia.

Las masas, convencidas de que era inútil el compromiso porque todos los políticos eran iguales, habían tirado la toalla sin saber que la misma serviría para atársela al cuello. Entre proclamas xenófobas y fascistas surgió un salvador que se hizo con todo el planeta, llevándolo a la deriva. Felices fiestas.