El mundo está lleno de contrastes. Un día, paseaba por Murcia y llamó mi atención una iglesia consagrada a Santa Ana, que nunca había visitado. Como llevaba tiempo, me decidí a entrar. El templo estaba vacío, pero durante el recorrido no cesaba de escuchar voces. Fue entonces cuando descubrí, tras una reja de hierro velada por un cristal y un tenue visillo, a un grupo de monjas de clausura. Fui discreto, y no podría decir si rezaban, bordaban o hacía dulces; pero me resultó extraño comprobar que, con lo maravilloso que puede llegar a ser el mundo exterior, alguien optara por vivir tras una infranqueable reja de hierro. Al salir, en el parabrisas de mi coche que estaba estacionado muy cerca del convento, alguien había colocado un pasquín publicitando un prostíbulo, con una foto de una sugerente mujer en tacones de aguja y ropa interior. Debía de estar cerca de allí. Mientras leía que, presentando el folleto, me invitaban a una copa, me preguntaba cómo pueden convivir dos mundos tan dispares a pocos metros el uno del otro; me percataba de lo cerca que se encuentra el cielo de infierno, el rezo del pecado.