Este es un nombre fresco y placentero que a muchos nos trae las memorias de aquellos veranos en que, como el viajero extraviado en el desierto, soñábamos con un casi inalcanzable trago de agua fresca. Para satisfacer esas ansias en todo tiempo se inventó la nevera, pareja femenina del nevero, que nos traía a casa la caricia de los últimos restos de las nieves perpetuas, conservados en los lugares elevados de las montañas, al resguardo de la umbría. En este hermético aparato, que conservaba la nieve y luego su sustituto industrial el hielo, fuimos colocando las bebidas, los fiambres y otros alimentos que antes enfriábamos en la fresquera o en las honduras del aljibe o del pozo. Luego se fue tecnificando, alimentado por la corriente eléctrica, hasta conseguir el prodigio de enfriar a palo seco, sin recurrir a la nieve o al hielo primigenios.

Además, el pesado artilugio se hizo también portátil para aliviar las fatigas y colores de trabajadores, viajeros y excursionistas. Y por si esto fuera poco, trasladó su nombre a la pieza o habitación demasiado fría, como el interior del aparato. Pero poco a poco nombre tan claro y amanoso fue acosado, y finalmente vencido, por otro frío, enrevesado y jeroglífico que los entendidos y las mentes cultivadas consideraron que era más técnico y preciso, olvidando quizá que la lengua, tradicional y conservadora, gusta en muchos casos de mantener los nombres inamovibles, aunque cambien los objetos a los que se aplican. Así que sólo las abuelas y algunos indocumentados o nostálgicos seguimos disfrutando al pronunciar el nombre tan refrescante con que se identificaba al viejo artefacto, aunque muchos nos miren de reojo y casi nadie nos entienda.