Las democracias liberales son sistemas estables en la medida en que las diferentes opiniones políticas se respetan mutuamente y deciden crear por consenso unas reglas de juego para turnarse en el acceso y en el ejercicio del poder.

Toda esa estupenda teoría de consenso y equilibrio se va por el sumidero cuando las diferentes opiniones y visiones derivan hacia creencias morales, religiosas, de identidad nacional o raza, que son asumidos y vividas de forma tan intensa por sus partidarios, que no admiten territorios intermedios de acuerdo.

Los consensos de la postguerra mundial en Estados Unidos comenzaron a resquebrajarse cuando la candidatura presidencial republicana fue ganada por Barry Goldwater y su «conciencia de un conservador». Goldwater fue derrotado de forma rotunda por Lyndon B. Jhonson, el vicepresidente que tuvo que asumir la presidencia después del asesinato de Kennedy. Gracias a una campaña publicitaria muy hábil, Jhonson consiguió convertir a Goldwater en el enemigo a odiar por sus valores ultraconservadores, incluida la defensa del uso de armas nucleares tácticas en la guerra de Vietnam. Desde entonces, Estados Unidos ha ido a peor, por la cuesta debajo de las llamadas ´guerras culturales´. Los enfrentamientos por cuestiones como el aborto, las leyes para restringir el uso de las armas, o la enseñanza de la teoría de la evolución en los colegios, han derivado en una separación radical entre la América conservadora de valores tradicionales, mayoritaria entre los residentes en el centro y el sur del país, y la América liberal y progresista que puebla las grandes ciudades de ambas costas, como Nueva York, San Francisco o Los Ángeles.

Nada bueno se puede esperar cuando una sociedad se divide y enfrenta alrededor de valores asumidos como credos absolutos e incuestionables. Las guerras culturales, más allá del enfrentamiento político, derivaron en una sangrienta guerra civil en España. Confiemos en que eso mismo no le suceda, por el bien de todos nosotros, a la gran nación americana.