No soplan, como podréis imaginar, buenos vientos para quienes trabajamos por la acogida de refugiados de la guerra de Siria. Frente al número de personas que han encontrado asilo, por ejemplo, en Alemania, que se estima en 1.300.000, España se ha quedado en un raquítico 1.888, mientras que el tibio compromiso que suscribimos era de algo más de 17.000.

De nada sirve recordar que esta gente es víctima de una violencia militar y terrorista inconcebible y que su retención transitoria en campos de internamiento en Grecia y Turquía es indigna de una Unión Europea que se presenta a sí misma como garante de los Derechos Humanos: nuestra postura a favor del asilo es objeto de críticas, manipulación y propaganda adversa desde lo político, tanto desde la institución como desde la derecha en general. Si hasta hace dos semanas se nos relacionaba interesadamente con ese nuevo palabro de la 'turismofobia' para reducir al absurdo las peticiones de asilo, el atentado de la Rambla viene a servir de sangrienta herramienta para 'cerrar el grifo' (qué siniestra metáfora) a quienes ya deberían estar, en cumplimiento de lo pactado, a salvo y entre nosotros.

¿Me permitís un flashback? Durante la segunda mitad de la década de los 90, nuestros mandantes tomaron una de las decisiones macroeconómicas más radicales y trascendentes de nuestra historia reciente. La reforma en 1998 de las leyes del suelo puso al país en la vía rápida hacia la burbuja inmobiliaria, la epidemia de recalificorrupción municipal, el encementado de la práctica totalidad de la primera línea de costa, la proliferación de Bárcenas y Correas por doquier, la megalomanía de las obras públicas y el posterior crack de todo ello. El coste de oportunidad de dedicar al sector inmobiliario la parte del león de nuestra capacidad financiera a lo largo de la década es incalculable, pero no las diferentes facturas que venimos pagando desde entonces entre tú y yo: 90.000 millones de euros al año es la de la corrupción sistémica, 60.000 la del rescate del sector bancario, 5.000 la de las autopistas (solo para Florentino van 2.600), y un largo etcétera.

Durante las dos legislaturas que disfrutó el PP para encarrilar esta operación, y con Mariano Rajoy como ministro de Interior, el número de migrantes censados se elevó de 500.000 a tres millones. Alguien tenía que poner los ladrillos, repartir el butano, servir las cañas. Solo en 2003, con España en el punto de mira del yihadismo internacional a cuenta de nuestra participación en la invasión de Irak, esta cifra se incrementó en seiscientas mil personas.

Sin importar el inmenso caudal de hipocresía, se nos acusa ahora de buenistas, de poner al país en alerta terrorista con nuestro empeño de traer a esas familias. Se coloca la etiqueta de asesino potencial a cualquier persona de origen étnico árabe. Se extiende a marchamartillo la sospecha, el rechazo, el que se vayan, el aquí no caben, el mejor lejos. Pero esa sospecha tiene, claro, un límite: allí donde empezamos a dudar nosotros. Donde preguntamos, como en el poema de Brecht, quién construyó la pirámide, quién la inauguró, a dónde fue a parar el dinero. Cuando metemos la nariz en la financiación del terrorismo, en el régimen del rey saudí, en las empresas españolas -muchas de ellas beneficiarias de rescates públicos- que venden allí. O incluso cuando nos preguntamos (¿por qué diablos no?) en qué país estaba de visita no oficial el 17A nuestro jefe de Estado.

Ahora es secreto de ídem, por cierto. Hipocresía non stop.