Es tiempo de dolor en España por los atentados de Barcelona y Cambrils. Es la hora del luto, de nuestro propio duelo. Una ira ciega y seca nos azota, construida con toda la podredumbre de las funestas miserias humanas. Golpea en nuestra casa y a nuestros hermanos. Tras los cuerpos aún yacentes en Las Ramblas, se yerguen los jinetes de negras túnicas. Al odio que mata, sigue la venganza alimentada de aquella. Por la telaraña virtual se propagan los compases del ´dies irae´ que claman su particular réquiem.

Antes de que retiremos el crespón negro de la bandera, no falta quien busque fortuna entre la herrumbre que nos anega. El nacionalismo catalán ondea la estelada de su raza aria infectada de sangre charnega. Separa la nacionalidad de los muertos cual estadística de cifras y letras coloreadas con lapiceros infantiles. La señera cubrirá los cuerpos de las víctimas catalanas sin visar el pasaporte que hubieran elegido. El Consejero de Interior -de madre inmigrante-, exhibe una prematura medalla áurea para los Mozos de Escuadra. Eclipsa con ella su incompetencia en la coordinación con las fuerzas de seguridad del Estado, empero el Gobierno central la encubre con inexplicable complicidad.

Las voces de algunos musulmanes se alzan también en medio de la algarabía para proclamar «no en mi nombre», a la vez que la ciudadanía clama «no tinc por!». La multitud que camina unida no tiene miedo. No es éste, sino el odio, quien amenaza terrible. «Conquistaremos Europa sembrándola de hijos, serán los vientres de nuestras mujeres los que nos den la victoria» -vaticinaba en 1974 Boumedán Houari, presidente de Argelia-. Pérez-Reverte y otros advierten que esto es una guerra, la tercera mundial. Faltaba la CUP, hijos del peor sistema educativo posible, armados de un repertorio infinito de bobadas. Mas su infinitesimal inteligencia antepone su particular enemistad con el rey y con Rajoy a la plausible fraternidad y condolencia con las víctimas.

Si el terrorismo yihadista es una guerra, hemos de convenir que no es convencional, luego no se puede combatir a la manera tradicional. La inmigración tiene sus causas: cubre el hueco laboral abandonado por los nacionales. Ya no trabajamos la tierra por sueldos de miseria, desdeñamos el servicio doméstico para limpiar casas burguesas o cuidar de los ancianos enfermos. Empero el flujo inmigrante aumenta la demanda de trabajo que favorece a nuestras empresas la devaluación de los salarios y aumenta su beneficio neto. Se agolpa ante nuestras fronteras y al abrir la puerta de su ansiada tierra de promisión, permitimos que se hacine en suburbios, arrabales, barrios marginales convertidos en auténticos guetos, impermeables a nuestra sociedad presuntuosa.

Hablamos de convivencia de tres culturas, de sociedad multicultural y pluricultural distinguiendo matices que sorprenden a los Académicos de la Lengua. Confiamos en los valores superiores de nuestra civilización que se impondrán merced a una suerte de arte mágico e ilusorio. En nuestro fuero interno suena el eco de Horacio: «Graecia capta ferum victorem cepit», la Grecia conquistada conquistó al bárbaro conquistador. Nada más lejos de la realidad. Una imperceptible inundación ha cruzado el limes fronterizo y se asienta en nuestro suelo. Los hijos de los inmigrantes tendrán mañana nacionalidad española y ciudadanía europea. Recordemos el derrumbe del Imperio Romano porque estuvo precedido de la lenta invasión de los bárbaros, que terminaron formando ejércitos bajo los estandartes de las águilas del SPQR.

La sociedad más primitiva es la más presta para la guerra. Pongámonos en situación: vinieron con una esperanza y se encuentran reducidos en un espacio clausurado y paupérrimo, caldo de cultivo de los nuevos inquisidores, de los clérigos fanáticos. Basta con mostrarles un fuego fatuo que ilumine sus mentes, alentadas con ser gratas a los ojos de Alá. Los más jóvenes, los que no se han arraigado, los más vulnerables, percibirán infundido en su pecho un sentido sublime de su mísera existencia. Se inmolarán por un imposible paraíso, pues no es yihad el terrorismo. No hay guerra santa, sino burdo asesinato.

Mientras tanto, ¿qué hicimos nosotros? No controlamos la inmigración laboral mediante agencias de contratación en origen. No impedimos la formación de guetos marginales. Incluso favorecimos su ocio con subvenciones para paliar el abandono. Permitimos la construcción de mezquitas sin controlar el fanatismo que en algunas se predica. Olvidamos nuestra Historia y aquella cruzada de Pedro el Ermitaño, encabezando una multitud miserable arracimada que sucumbió exterminada en la lejana Anatolia. La depauperización de los inmigrantes es caldo de cultivo de la violencia, pues sólo produce más desarraigo.

El deber es ahora tratar con los musulmanes que odian la violencia tanto como nosotros, alentar su implicación en nuestra sociedad, hacer valer nuestros derechos civiles conquistados. También dejarnos de milongas, de estúpidas banderías, formar un cuerpo de policía federal con competencias que superen los ineptos gobiernos ombliguistas.

El sueño de la razón produce monstruos, el desencanto de la democracia produce fascismo y el fracaso de la sociedad capitalista es el lumpen, el suburbio y la delincuencia. La religión puede ser el opio del pueblo porque lo adormece y resigna a su injusto destino terrenal. Mas también puede ser el hachís, la droga que vuelve fanáticos a los fieles de Hassan Al Sabbah, el perverso Viejo de la Montaña, líder de la secta ´hashsh ashin´, los asesinos.