Corría el año de 1677 cuando el día 27 de abril se acordó por el Concejo de Cartagena nombrar Patrón de la ciudad y de su término al Señor San Ginés de la Jara. Cuentan que, ante las epidemias, sequías y demás infortunios, los vecinos cayeron en la cuenta que no había santo a quien dirigir sus rogativas, pues siempre ha sido costumbre considerar que pedírselas directamente a la Divinidad era más complicado si no había intermediación de un superior nuestro más cercano. Parece ser que en una bolsa, quién sabe si de tela o esparto, pusieron los nombres de los santos y santas candidatos. La mano inocente de un niño sacó el nombre de San Ginés de la Jara, que ya era venerado en la zona y, sobre todo, en el convento situado en un hermoso e histórico lugar del municipio.

En este nuestro monasterio estuvieron los frailes Agustinos desde 1257 por orden de Alfonso X el Sabio, y luego, a partir de 1491, los Franciscanos, después de la remodelación del adelantado Juan Chacón. Desde la Desamortización de Mendizábal, en 1836, el lugar ha pasado por momentos de breves recuperaciones y continuadas decadencias, lo que es harto conocido en los últimos años en que fue adquirido por una gran empresa promotora de resorts y dejado al pairo hasta que surgió el empeño, la insistencia y el clamor de la Asociación de Amigos y otros colectivos de defensa del patrimonio. En la actualidad seguimos reclamando una pronta y adecuada restauración, que consolide, conserve y rehabilite sus medievales estancias. Nunca es poca la insistencia en que está llamado a ser útil, como antaño, a la memoria y la cultura, como gran joya del Patrimonio que nos ha sido legado, y que debe enriquecer nuestro futuro y es cosa de todos seguir velando porque este empeño llegue a buen fín.

El que fuera un convento conocido en lejanos confines como un oasis de paz y belleza, famoso por sus huertos, sus palmeras, sus flores, sus naranjas y sus parrales, está situado en un lugar único que desde tiempo inmemorial ha enamorado a propios y visitantes, siendo foco de atracción de gentes, civilizaciones y credos diversos. Su silueta, vigilante, se levanta junto a lo que hoy llamamos Sierra Minera, no en vano pues por allí sacaron metal los iberos, los fenicios, los cartagineses o los romanos, justo al pie del denominado Monte Miral, desde donde se puede 'mirar' toda la Comarca del Campo de Cartagena, el Mar Menor, Cabo de Palos y el Mediterráneo, allí, donde se encuentra la zona cero de la civilización de nuestra Península: la Cueva Victoria, del Paleolítico Superior. Una zona en la que florece el verde, el rosa y el amarillo de la jara pero que siempre ha desparramado mil colores y olores en un vergel de abundante agua y cantos de pájaros del que se podría haber añadido en el libro Gustos y disgustos del Lentiscar de Cartagena, de Ginés Campillo de Bayle, que era una tierra que manaba zumos y miel.

En el monasterio terminaba la vereda de la Mesta, que traía los ganados desde las zonas de La Mancha y establecía la Feria de Cartagena, junto a sus muros, con semanas de músicas y festejos e intercambio de productos, ventas de ganados y celebraciones tradicionales y religiosas. En épocas anteriores, en estos lugares había habido ya cultos musulmanes y cristianos. Está atestiguado el culto al santo en la época visigoda, en torno al S. VII y se sabe que aquí se situó una gran torre defensiva árabe, de la que aún hoy se conservan algunas estancias. También hubo una hermosa época de convivencia entre los peregrinos árabes y cristianos que compartían veneración por San Ginés. Hay muchos libros y leyendas que intentan explicarnos quién fue San Ginés de la Jara y sus orígenes, probablemente franceses, que si coincidía o no con Ginés de Arlés y si vino o no a estas tierras por mar o por tierra, si su cuerpo fue enterrado junto a la ermita que le ayudaron a construir los ángeles o en la cripta bajo el altar del monasterio. El caso es que la memoria de San Ginés y nuestra historia está en estos santos lugares, que siempre han sido el final de muchos caminos, el encuentro de muchos peregrinos y el sueño de una tierra prometida para muchas gentes de buena voluntad.