El osado y el aventurero no encontrarán un vocablo mejor para introducirse en el mundo de lo complejo e intrincado, en la geografía confusa y, por qué no decirlo, laberíntica, donde es fácil entrar pero no lo es tanto encontrar la salida. El laberinto es un espacio complejo formado por calles y encrucijadas que se encuentran, se entrelazan y se bifurcan hasta el infinito. Pero el laberinto es, sobre todo, la imagen a escala de los entresijos en que nos enreda el mundo y nos confunde la vida.

El laberinto es la cárcel y la condena perpetua con que el rey Minos castigó a su retoño, el Minotauro. El laberinto es también el jardín en que entretenían sus ocios y escarceos amorosos los cortesanos medievales y los aristócratas franceses e ingleses del siglo XVIII. Pero el laberinto, según Borges, es un jardín de senderos que se bifurcan y, además, un libro infinito entretejido en las redes del tiempo. No olviden tampoco que el laberinto era uno de los entretenimientos que traían los tebeos y libros de pasatiempos por donde discurrir con la punta del lápiz o del dedo en busca de una lejana e improbable salida.

Pero ningún laberinto como el desierto sin galerías, escaleras ni muros en el que, según Borges, un rey de los árabes encerró a otro de Babilonia, para enseñarle que «la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres». Así que no califiquen de laberinto a un asunto complejo, una situación difícil o una relación morbosa y enrevesada, que no conviene exagerar recurriendo a palabras mayores como esta, que nos inquieta y confunde con solo mentarla.