Ninguna palabra más ajena y erizada en su son ni más cruel e inmisericorde en su sentido que este ´kamikaze´, en cuya aspereza se aúnan las dos vertientes más dramáticas de la falta de humanidad del género humano. Ella encierra el instinto homicida que hizo a Caín criminal, como a tantos otros que, individualmente o en masa, quieren acabar con sus prójimos, ya sean generales que conquistan a sangre y fuego, pistoleros del Far-West, héroes de leyenda -como el de Cascorro o el carbonero alcalde-, asesinos anónimos o simples diletantes del asesinato, considerado como una de las bellas artes. Pero, al mismo tiempo, da cuenta de las inclinaciones del suicida que, por honor, cobardía o desprecio de sí mismo, se quita la propia vida, llámese Sócrates, o sean Werther, Larra y otros románticos inmortalizados por la literatura o la leyenda.

Pero hubo que esperar siglos hasta que, hacia 1942, ocurrió el prodigio y la cuadratura del círculo que en el adusto ´kamikaze´ amalgamaba asesinato y suicidio en una única acción, iluminada por impulsos ancestrales, patrióticos o religiosos: aviadores japoneses estrellaban sus aparatos cargados de explosivos contra objetivos enemigos, en una acción que acababa con los bienes y las vidas de los demás a costa de la propia.

Desde entonces la fama del término, lejos de languidecer en el diccionario como testimonio de los horrores del pasado, no ha dejado de crecer, enriquecida por terroristas de diversa laya, y especialmente yihadistas a los que el vocablo viene que ni pintado, sean voladores de trenes, de rascacielos o de lugares de culto. Aunque, si lo trivializamos, podemos aplicarlo también a toda persona que se juega la vida realizando una acción temeraria.