Es fácil, a toro pasado, lamentar que en la Rambla de Barcelona no hubiese bolardos de los que impiden que pasen los coches. Es facilísimo criticar a Ada Colau porque, a pesar de que desde el Ministerio del Interior le habían insistido en ponerlos, se negase a hacerlo. La alcaldesa de la ciudad condal ha explicado por qué se tomó la decisión de dejar diáfano el acceso al bulevar y, de no haber sucedido la barbarie yihadista, a pocos les preocuparía la ausencia de obstáculos impidiendo el paso. De hecho, los bomberos de Palma han criticado la instalación de vallas y jardineras porque sus camiones no caben con tanta barrera. Si en vez de una furgoneta asesina en Barcelona se hubiese presentado un incendio en Palma, se le echaría en cara al alcalde tanto estorbo.

Pero las cosas suceden como suceden y lo menos que podía haber hecho Ada Colau es reconocer que se equivocó en vez de presumir de gestión y decir que el riesgo cero no existe. Por supuesto que es inviable pero de lo que se trata es de entender que resulta preferible un riesgo del treinta que otro del setenta por ciento. Nadie sabe de qué manera habrían organizado el imán y sus muchachos el atentado pero desde luego que los bolardos y las jardineras hubiesen impedido que la furgoneta se colase en la Rambla. La enseñanza es clara: ya no podemos vivir con la despreocupación de antes. La ciudad alegre y confiada ha pasado a la historia.

En realidad lo sabemos desde hace más de una década pero nos cuesta acostumbrarnos. Los controles de los aeropuertos son una lata a la que no le vemos sentido cuando en realidad lo que deberíamos plantearnos es por qué en los ferrocarriles y en los barcos no se toman medidas semejantes. Y, volviendo a Cataluña, la pregunta a hacerse es cómo resulta posible que tras la explosión en el chalet de los terroristas de Alcanar los Mossos d'Esquadra ni siquiera se alarmasen. En cierto modo el terror ha ganado ya la guerra porque se ha instalado entre nosotros pero nos falta entender en qué medida nos afecta el que sea así. Leer las noticias que llegan de Siria, de Afganistán o de Irak no es ya un asunto que se pueda despachar con un simple vistazo indiferente. La globalización ha llegado para quedarse también en ese apartado miserable de las religiones bárbaras.

Cuando pase el día primero de octubre y se resuelva por fin este episodio concreto del desafío soberanista permanente no sólo nos va a quedar en pie la necesidad de cambiar la Constitución del país. Será necesario cambiar también las mentes, entendiendo que el verdadero problema tiene que ver con la célula dirigida por otro imán salvaje que está planeando el próximo atentado. A los terroristas islámicos no les importa en absoluto ni el hecho diferencial ni los agravios históricos, salvo en aquello que respecta a cómo matarnos mejor a nosotros, los infieles.