Vean al caminante de larga capa y sombrero ancho que, curtido de polvo y soles, cruza el umbral de la vieja hospedería; sigan al viajero o al viajante que, cargado de maletas y otros bártulos, se acerca al pequeño hostal en busca de reparación y descanso; acompañen al grupo de la tercera edad que, entre risas y renqueos, invade las instalaciones del moderno resort de playa; asómense a la puerta de su propia casa para recibir al amigo o al pariente que llega dispuesto a pasar unos días con ustedes. Sin ninguna duda, sabrán que los recién llegados son los huéspedes que se alojarán en estos lugares como invitados o pagando por ello. Pero giren la vista y diríjanla ahí enfrente para saber quién espera a los recién llegados a la puerta de la hospedería, del pequeño hostal, del resort o de su propia casa. Quizá deban recurrir al diccionario para enterarse, oh prodigio, de que es el huésped o la huéspeda, de manera que por un curioso efecto de ósmosis, el que recibe y el recibido, el que espera y el que llega parecen la misma persona.

Entonces se darán cuenta del caso curioso de este vocablo que encierra una suma de contrarios nada común que nos retrata al hospedero y al hospedado, al anfitrión y al convidado como si fueran harina del mismo costal, fundidos en una realidad sociable y acogedora que funde y no opone lo que debería estar enfrentado y ser contrario. Pero si son observadores del actual decir, habrán notado que el huésped que hospeda, tan del gusto de nuestros clásicos, ha caído en desgracia, frente al huésped que recibe el hospedaje.