Usted y yo sabemos que, en aquellos tiempos de maricastaña, el buen cristiano era sujeto de toda clase de culpas, llamadas entonces pecados. Tales culpas, catalogadas en los Diez Mandamientos, fueran de obra o de pensamiento, tratárase de un crimen o de pequeñas ofensas u omisiones, las recopilábamos mediante el examen de conciencia y, finalmente, las reconocíamos en la confesión. Y esta condición de culpables estaba tan admitida, que podíamos proclamar, con nuestro Salvador, «el que esté libre de pecado que lance la primera piedra». Pero el reconocimiento de culpas no era patrimonio de los creyentes, sino también un comportamiento propio de personas distinguidas y bien criadas. Y así lo dejó dicho Confucio: «El caballero se culpa a sí mismo, mientras que el hombre ordinario culpa a los demás». Propio de caballeros, como usted y como yo, era hacerlo con la oportuna petición de disculpas o el mil perdones adecuado ante un pisotón inoportuno, un no ceder el paso, un comentario inconveniente o un mínimo incumplimiento del protocolo en la mesa, en la calle, en encuentros personales y reuniones, lo que merecía las gracias y parabienes de los molestados u ofendidos. Pero llegados al descreimiento presente, al olvido de los usos y costumbres tradicionales y a la ruptura de normas y protocolos, el hombre ordinario del que hablaba Confucio ha decidido liberarse de toda culpa, para cargarla a los demás, sin venir a cuento, de manera que echa el asno la culpa a la albarda y el mal profesional achaca sus yerros a las herramientas. En este estado de irresponsabilidad dominante, siempre encontraremos chivos expiatorios a quienes cargar nuestras culpas: los profesores, para el niño maleducado, sus padres, el AMPA y el gabinete de orientación del colegio. Pero las culpas pueden llover también sobre realidades físicas o fenómenos naturales: el tren, que no tuvo a bien apartarse ante la comitiva de zascandiles que iban de excursión por las vías, ni detenerse en el paso a nivel; las curvas de la carretera, siempre tan traicioneras; la montaña, que extravió o despeñó al escalador prudentísimo; la rambla, que no pidió paso al automovilista intrépido, los rápidos del río que arrastraron las urgencias y caprichos de los barranquistas€ Y entonces veremos a los ´no culpables´ o, en su caso, a sus deudos, convertirse en improvisados energúmenos que vociferan por cielo y tierra mil razones, demandan o agreden a todo aquel que consideran culpable de su culpa y a quienes no les disculpen. Así que usted y yo, adaptados al nuevo credo, si no nos parece todo esto suficiente, en esas u otras situaciones parecidas, podremos sacudirnos las culpas y arrojarlas también sobre los recortes, la concejalía de salud y bienestar animal y, en última instancia, sobre el gobierno, que todo lo aguanta e incluso igual nos indemniza.